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LA MESURA DEL PENSADOR

CARLOS SECO SERRANO

Vengo tratando, estudiando y siguiendo a Julián Marías desde hace medio siglo: de 1941 datan nuestros primeros contactos, convertidos luego en fructuosa amistad. Alguna vez he referido que acudí a su hogar de recién casado cuando yo iniciaba mis estudios universitarios en la Central, en noviembre de ese año. Lo hice aconsejado por los parientes en cuya casa me alojaba, y a quienes unía una estrecha amistad con Lolita Franco, la joven esposa de Marías. Julián me recibió con su cordialidad característica: me trató como un hermano mayor; me proporcionó libros -la Gramática Griega de Veruela, entre ellos- y me dio sanos consejos (por ejemplo, que acudiera siempre que me fuese posible a escuchar las clases que impartía aún, en el viejo caserón de San Bernardo, don Manuel García Morente). Cuando terminé la carrera acudí de nuevo al piso del matrimonio Marías. Julián me introdujo entonces -no podía ser menos- en la lectura sistemática de Ortega; que yo hice, cada vez más fascinado, en la primera edición de sus supuestas Obras Completas: el famoso tomo (único) con pastas de color naranja.

Luego, seguí a Marías en sus conferencias y en sus libros. Claro es que mi camino no era el de la Filosofía, sino el de la Historia; pero las orientaciones de Ortega y las sugerencias e intuiciones de Marías, también en este campo, me fueron siempre utilísimas; quizá por una reconocida afinidad de temperamentos y actitudes. Por entonces -a finales de los cuarenta- estaba muy de moda el llamado «Método histórico de las generaciones», utilizado por Pedro Laín en una de sus obras más sugestivas, y sistematizado por Marías. Un breve pero espléndido libro de Ortega -por cierto, no incluido en el tomo de color naranja-, el curso En torno a Galileo, fijaba el concepto de «crisis histórica», definido por la divergencia entre «coetaneidad» y «contemporaneidad» de generaciones preclaras. Cuando yo hice mis primeras y frustradas oposiciones a cátedra, en 1953, mi lección magistral, titulada El Renacimiento como crisis histórica, debía mucho, si no todo, al legado de Ortega a través de Marías.

Un deslumbrante libro de Julián, publicado hace pocos años -España inteligible-, coincide plenamente con los conceptos desarrollados por mí durante largos años cuando explicaba -en la cátedra que gané por fin en 1957- Historia General de España en la Universidad de Barcelona. El concepto de España como «proyecto», que a lo largo de nuestro Medioevo supone una lucha multisecular (la Reconquista), para «seguir siendo España»; la realidad de una España anterior al brote de las nacionalidades peninsulares, surgidas de esa misma lucha, venían a reforzar aquello sobre lo que -tanto en Barcelona como en Madrid, en mi cátedra como en mis libros y artículos- me he esforzado siempre en clarificar: esto es, que España «no es simplemente un Estado plurinacional» -como tanto se repite hoy-, sino «una nación de naciones»; y que la proyección de España, a partir del Renacimiento, en el vasto continente americano que ella había descubierto, esto es, el alumbramiento de las Españas de Ultramar, fue la «culminación universalista» del viejo «proyecto peninsular».

La visión histórica de Marías está matizada, a mi entender, por tres matizaciones sustantivas:

Primera, un apasionado sentir de lo español -lo español castellano, sobre todo-. Ese apasionado sentir, que a veces es, como en el verso de Garcilaso, «dolorido sentir», se nos hace presente, casi día a día -yo diría que pedagógicamente- en sus artículos de prensa: es un apasionado sentir que busca forma, luminosamente, en la obra cumbre cervantina y que se traduce en la exigencia de una impregnación española del cuadro europeo y en la referencia, ineludible, a lo español americano.

La segunda matización en la visión histórica de Marías -matización que por lo demás preside su obra toda- es el constante empeño de introducir claridad y sensatez en «la desmesura carpetovetónica». Como expresión de lo disparatadamente «desmesurado» (o «exagerado»), ha definido Marías, en uno de sus luminosos ensayos, la lamentable crisis en que se forjó nuestra guerra civil. En «lo desmesurado» se resume no pocas veces el juicio adverso que de su historia próxima, o de su propio presente, ha hecho el español contemporáneo. Al denunciar la «desmesura», Marías ha podido salvar, poniendo luz en la confusión, parcelas nada despreciables de nuestra historia, como la Restauración canovista y la España entre dos siglos.

La tercera matización es una reacción, yo diría que instintiva, contra determinadas escuelas historiográficas muy en boga hace pocos años: las de cuño marxista, atenidas exclusivamente a los condicionantes económicos; o las que pretenden convertir la historia en pura estadística o en cuestión de ordenadores. La reacción de Marías apela a lo que es sustancial en la Historia: el protagonismo del hombre en toda su realidad; la virtualidad del individuo diferenciado en el acontecer histórico. Es como una valiente proclama a favor de lo que yo alguna vez he llamado «escuela humanista».

Pero esta última matización, este último rasgo, es como una afirmación más de la proporción, el equilibrio, el «seny» característicos de Marías. El «seny», expresión catalana, tiene su equivalente castellano, más que en la palabra «sensatez» en esta otra: «mesura». La mesura, cualidad casi insólita en el español medio, es, quizá, lo que mejor define a Julián Marías: al hombre, al pensador, al escritor. Ésa es su gran lección, la que nos ha dado a todos, la que espero que desde su obra siga dando a las nuevas generaciones españolas, que son, cuando menos, nuestra gran esperanza, pero también nuestra gran preocupación.

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