Entrevista a José María Manzanares, matador de toros
La temporada se le ha roto por culpa de un mal bicho. Enano, minúsculo. Pero con el veneno suficiente para obligarle a colgar el traje de luces en pleno mes de septiembre. Un mosquito, sí, un maldito
La temporada se le ha roto por culpa de un mal bicho. Enano, minúsculo. Pero con el veneno suficiente para obligarle a colgar el traje de luces en pleno mes de septiembre. Un mosquito, sí, un maldito mosquito parece el culpable de que José María Manzanares -torero, joven, fuerte- padezca la enfermedad del dengue. Malestar general, fiebre, gran astenia, alteraciones hepáticas y un sistema inmune muy deprimido. Éste es el cuadro. Pero no pasa nada. Hay que salir adelante. Y José María lo sabe. Es una mala faena, pero hay que asumirla. Lo que es la vida... «Sí parece mentira, ¿verdad?», dice el torero. «Todos los días enfrentándome a animales de más de 500 kilos y llega un mosquito, que seguro que por pesar ni pesa, y me fastidia la temporada. Pero...»
Los miedos
Y el torero, a pesar de todo, sonríe. Con la boca y con la mirada. Con esos ojos «chinillos» que hablan por sí solos. Es tremendamente atractivo. Y tremendamente maduro. A sus 25 años ya ha vivido mucho. «La infancia de un torero es distinta a la de cualquier chico normal. No sales, no ves a los amigos, te encierras en el campo y sólo piensas en el toro», indica con seriedad. «El principio es muy difícil, hay que despegar, crearte un nombre, una imagen; después hay que mantenerse, algo que no depende sólo de ti. Es muy duro. La presión, la responsabilidad, los miedos... Sí, maduras muy rápido. Rapidísimo».
Miedos. En plural. Miedo físico -que lo tiene, claro- pero, sobre todo, miedo al fracaso. «O mejor, llámalo responsabilidad. Todo menos no estar a la altura de lo que me exige mi público». Desde pequeñito supo lo dura que era esta profesión. Creció viendo cómo su padre, José María Manzanares, se convertía en figura del toreo. Sufrió como hijo de torero. Claro. Largas ausencias, la sombra de la muerte, el miedo cuando sonaba el timbre del teléfono. «Por eso, y por lo que me imaginaba que iban a sufrir mis padres, no decidí decírselo hasta que lo tuve clarísimo». Fue a los 19 años. Estudiaba segundo de Veterinaria y decidió cambiar los libros por el capote. El gusanillo se había despertado y supo que había nacido para torero. «Estábamos comiendo en el campo y lo dije. Mi padre se puso contento, pero enseguida me explicó lo dura y lo sacrificada que era la vida de un torero. Esa misma tarde me puso a entrenar». Su madre, sin embargo, comenzó a llorar. «A pesar del disgusto, me apoyó desde el primer momento y me dijo que lo importante es que yo hiciera aquello que me hacía feliz. Tengo mucha suerte. Mis padres siempre han estado a mi lado».
Es creyente. «Absolutamente, desde chiquitito. Creo en Dios y rezo mucho. Cuando toreo sigo siempre un ritual. Para empezar en la habitación del hotel despliego sobre una mesa todas las estampas que tengo». Y se ríe. Porque cuando empezó, de novillero, sólo tenía cinco o seis. Ahora ya tiene cerca de doscientas. «Me las regala la gente y soy incapaz de desprenderme de ninguna de ellas». Antes de salir del hotel reza; al llegar a la plaza también. «Y antes de cada toro. En cuanto termina la faena el torero que va delante de mí, me concentro, me aíslo de todo y comienzo mis oraciones». Impresiona oírlo. Tan sereno, tan seguro, tan centrado.
Cambiamos de tercio. Comienza a hablar de la soledad del matador de toros. En el campo, en pleno invierno, cuando se entrena; en los viajes, de un lado para otro, sin parar, en plena temporada. En España, este año, tenía contratadas más de ochenta corridas; en América quince. «¿Lo que más y lo que menos me gusta de mi profesión? Precisamente eso, la vida que llevamos. Por un lado me encanta porque vives tu vida al cien por cien y eres totalmente responsable de ella. Vivimos los momentos intensamente y las sensaciones que sentimos son, la verdad, impresionantes. Pero también es una vida muy dura, por todo el sacrificio que haces, por lo que conlleva ser figura del toreo. Se renuncia a tantas cosas... Pero merece la pena. Claro que merece la pena». ¿Y al amor? También se renuncia? «Sólo si la mujer que tienes a tu lado te entiende, puedes tener una relación normal. Lo que pasa es que no es fácil encontrar a alguien, al menos con mi edad, que pueda entender mi vida o que se quiera comprometer tanto como para mantener una relación en la que te ves tan poco, siempre en la distancia». En su caso, además, la mujer que esté a su lado tiene que lidiar con sus diferentes estados de ánimo. Un día está arriba y el otro hundido. Es un poco visceral y le afecta mucho si ha hecho una buena o mala faena. Normal. Eso nos pasa a todos.
En cuerpo y calma
Tiene la cabeza muy bien amueblada. Sabe que en ésta, su profesión, estar centrado, con la mente «entrenada» es tan importante como la preparación física. «El toreo es psicológico, yo diría, que casi en un 70 por ciento. Tienes que entrenar mucho, estar fuerte, para que eso también te dé fuerza psicológica. Me explico. Si no entrenas, y no estás preparado, llega el toro y tu mente te dice «oye, que no estás en plenas condiciones». Si te sacrificas y preparas como es debido, eres consciente de que todo lo que estás haciendo te cuesta mucho. Mentalmente también te fortalece». Además, continúa el joven maestro, es fundamental estar seguro ante el morlaco. «Si estás convencido de que vas a hacer lo que tú quieras, hay muchos toros que lo sienten y se entregan. Pero estos animales también perciben tu inseguridad. Si dudas, lo notan, se vienen arriba y te comen terreno». Qué miedo. Quizás tanto como cuando José María recibió su primera cornada. Fue en Alicante, este mismo año, precisamente en la ciudad que le vio nacer. Ya había sufrido revolcones, pero ningún toro le había metido el pitón. «La verdad es que sentí un poco de orgullo, sí, lo reconozco. Fue mi bautizo de sangre. Después de tres años toreando, me preguntaba «¿cuándo será?, ¿cuándo será?». En el fondo te inquieta que tus compañeros tengan cornadas y tú aún no».
Cosas del oficio. Sin duda. «Noté perfectamente que el toro me había metido el pitón en el muslo derecho. Tenía una trayectoria de quince centímetros y otra de diez. Gracias a Dios, no tocó ninguna arteria importante». Desaparecía, pues, el deseo de conocer el significado, auténtico, de sufrir una cornada.
Todo por la Fiesta
Coqueto, un poco presumido -todos los días se pone una crema hidratante- e incluso vanidoso. «Yo creo que casi todos los matadores de toros podemos pecar de vanidad. Ser torero y no ser un poco vanidoso es difícil». Aun así, en ningún momento Manzanares presume de ser una de las figuras del momento. Tanto fuera como dentro de la plaza
Tremendamente atractivo, como decíamos al principio, las principales revistas de moda se pelean por él. E incluso los grandes nombres de arte de la fotografía a nivel internacional. Como Peter Lindbergh, fotógrafo alemán mundialmente conocido, que ha captado con su objetivo maravillosas imágenes del joven maestro. Descrito en su día como el «poeta del glamour», Lindbergh ha realizado un reportaje de diez páginas para la edición masculina del «Vogue Internacional». Ni más ni menos. «Yo no sé nada de moda y al principio no tenía ni idea de quién era el fotógrafo. Cuando me explicaron quién era me sentí muy orgulloso. Yo creo que este tipo de acciones, siempre que estén bien hechas, pueden ayudar mucho a la Fiesta. Por lo tanto, bienvenidas sean. Quizás así mucha gente joven empiece a acercarse al mundo del toreo». Un mundo a veces tan complicado de entender para los que no lo conocen.
Sentido y sensibilidad
«Torear es un arte, es una forma de interpretar lo que uno siente por dentro y de expresar toda su esencia. Cuando estás a gusto, cómodo, intentas expresar todo lo que llevas por dentro, sin hacerlo intencionadamente. No sé si me explico. Pero es así como de verdad te sale de forma natural. La gente que lo entiende lo ve, lo percibe, y cuando lo haces realmente bien, se emociona. Lo que pasa es que el mundo de los toros también pueden tener un punto de crueldad. Ante eso no podemos hacer nada». O sí. Nunca se sabe. Lo que está claro es que es un arte, y como tal, es cuestión de sensibilidad. «Si el torero es lo suficientemente sensible y tiene arte y personalidad, quizás consiga emocionar a una persona que no entienda nada de toros. Si lo hace, al menos por unos instantes, y se le ponen los pelos de punta, ha conseguido «engancharla» ya para la Fiesta. Estoy seguro». Como él, que nos ha enganchado a nosotros. Precisamente por eso. Por su arte. Por su sensibilidad. Por su madurez. Por su humanidad. Torero. Que te mejores. Que se mejore. Maestro.
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