LA PANDEMIA ESTATUTARIA
XAVIER PERICAYMallorca es una pequeña nación. No lo digo yo, lo dice Maria Antònia Munar, presidenta del Consejo Insular de Mallorca. Reparen, por favor, en el tamaño. Mallorca. Ni siquiera Baleares

XAVIER PERICAY
Mallorca es una pequeña nación. No lo digo yo, lo dice Maria Antònia Munar, presidenta del Consejo Insular de Mallorca. Reparen, por favor, en el tamaño. Mallorca. Ni siquiera Baleares: Mallorca. Una pequeña nación. Y hasta me atrevería a afirmar que la presencia del adjetivo en la frase, lejos de ser un rasgo de contención, una especie de lenitivo, es pura coquetería. El caso es que esta pequeña mujer -permítaseme también la coquetería- nacida en Barcelona y alcaldesa perpetua de Costitx, un pueblecito del corazón de Mallorca, se ha inventado su 11 de septiembre particular. Sólo que lo celebra el 12, en conmemoración del día de 1276 en que Jaime II juró las franquicias y los privilegios otorgados por su padre, el Conquistador, y se convirtió en el primer rey de Mallorca. Munar lleva diez años celebrándolo, siempre con la misma salmodia: necesitamos más patria, más dinero y más espacio, lo que equivale a decir menos forasteros. ¿Les suena? Sí, como en Cataluña. Este año, encima, ha organizado un homenaje a la bandera. Igual que el de Maragall en el paseo de los Tilos del parque de la Ciudadela, pero sin tilos y sin lágrimas que derramar. Munar no se larga, claro. Al contrario, prepara las próximas elecciones. Y hasta se atreve a proclamar que Mallorca es una pequeña nación.
Los estragos del proceso de reforma del Estatuto catalán son inconmensurables. Y duraderos. Como una pandemia. Esta clase de enfermedades, o se cortan de raíz en cuanto brotan, o resulta ya imposible controlar su extensión. Y, si no imposible -no seamos catastrofistas-, sí enormemente costoso. En cualquier caso, quien desee poder librarse algún día de sus efectos debe tener muy claro, desde el principio, que lo importante es la profilaxis. La profilaxis moral. Todo lo demás es secundario. Peor incluso: todo lo demás son formas, más o menos sofisticadas, de engaño, de piadoso autoengaño. La vida política catalana lo demuestra a cada paso, machaconamente. Estos últimos tiempos, por ejemplo. Desde que la familia Maragall -patriarca, consorte y hermanísimo- sacó su despecho a pasear, ya en forma de artículos de prensa, ya en forma de baja en el partido de los socialistas catalanes, las otras fuerzas políticas se han esforzado en recoger los restos del naufragio, eso es, lo que se conoce como el sector nacionalista del PSC, antes liderado por la triste figura de Raimon Obiols y desde hace ya algunos años por Pasqual Maragall. Por supuesto, no se trata tanto de rescatar a los dirigentes de este sector del partido, como de apropiarse de parte de los votos que pueden -o podían- arrastrar. Y entre las múltiples reacciones desatadas por el desistimiento maragallista, tal vez la más instructiva fuera la de Artur Mas, quien se aprestó a recordar a «los catalanistas que han confiado en el proyecto del PSC o de Maragall» que pueden votarle a él. O sea, a Convergència i Unió, esa federación que, según el propio Mas, no distingue entre ideologías y acoge a todo el mundo sin reparar en gastos o en tendencias. El único requisito, ser catalanista, es decir, un nacionalista de baja intensidad.
De ahí que si uno quiere librarse de la infección del nacionalismo le convenga alejarse cuanto antes y cuanto más mejor de todo este mundo. Ni siquiera el Partido Popular de Cataluña constituye ya, al respecto, una garantía. El pasado lunes su máximo dirigente, Josep Piqué, declaraba a este periódico que CIU, tras las elecciones autonómicas del 1 de noviembre, deberá pactar con el PP y que él, llegado el momento y aunque sea con contrapartidas, va a estar por la labor. La única formación que no parece dispuesta a exponerse al contagio es Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía. Por eso su apuesta política es de corte transversal, con la mirada puesta en un electorado que abarca desde el centro izquierda hasta el centro derecha tradicionales. Ciudadanos aspira a convertirse en una especie de casa común del no nacionalismo o de lo que algunos ya han convenido en llamar el postnacionalismo, en un primer cobijo para que el país inicie este largo proceso de regeneración política al que fatalmente parece abocado. Hace muchísimo tiempo que los ciudadanos no tenían una oportunidad semejante. Ahora sólo falta que las urnas también respondan.
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