La paradoja del comediógrafo

Los termómetros del prestigio son caprichosos y la veleta de los gustos estéticos y las jerarquizaciones literarias, cambiante según soplen los cánones o baremos de cada época. De ahí que Jacinto Benavente resuma como pocas otras figuras de nuestro tiovivo cultural la paradoja unitaria del halago y el vituperio, pues vivió el trayecto que va de ser saludado como gran renovador del panorama teatral a ser tachado de rémora conservadora, como hizo Pérez de Ayala. Una losa de conservadurismo que pesa aún sobre la obra de un autor que llenó sesenta años de vida teatral española.
Pero conviene ser justos con don Jacinto, que hace hoy medio siglo moría en Madrid, mimado y alabado por las autoridades de un régimen que menos de quince años antes había borrado su nombre de las carteleras, donde, en el espacio correspondiente, se especificaba: «por el autor de «Los intereses creados»». Y conviene ser justos, porque es cierto que la irrupción de Benavente en la escena de finales del XIX fue un turbión de aire fresco que se llevó por delante los inaguantables dramones de Echegaray, quien le precedió en el Nobel y en la citada paradoja del halago y el vituperio, aunque mucho me temo que a don José no haya hoy por donde aprovecharlo. Y también es cierto que la fórmula innovadora de Benavente tenía, al menos en una parte de sus ingredientes, fecha de caducidad y terminó estancándose, lo que no quiere decir que toda su producción teatral merezca el olvido: sus grandes títulos son lecciones de construcción dramática y no sólo aguantan una revisión, sino que montados con inteligencia demuestran que don Jacinto fue un autor de primer orden.
Pero vayamos a los datos biográficos, indispensables en la efeméride. Recogen las enciclopedias que Jacinto Benavente y Martínez nació en Madrid en 1866, y que comenzó la carrera de Derecho, pero las letras le resultaron más atractivas que las leyes. En 1894 dio su primer rataplán escénico con «El nido ajeno», una obra en la que subrayaba el peso social de la mujer casada en el armazón familiar de la clase media. Le siguieron títulos y éxitos en una producción que rebasa las 170 obras: «Gente conocida» (1896), «La comida de las fieras» (1898), «Rosas de otoño» (1905), «Los intereses creados» (1907), «Señora ama» (1908), «La malquerida» (1913), «Pepa Doncel» (1928), «Vidas cruzadas» (1929)... Una dedicación a la escritura dramática en la que pueden hallarse piezas satíricas, fantásticas, psicológicas, simbólicas, melodramas rurales, comedias sentimentales y calas en el teatro infantil, como «El príncipe que todo lo aprendió en los libros» (1919) y «La novia de nieve» (1934), amén de una intensa actividad como escritor de periódicos, que en 1947 mereció el Mariano de Cavia por su artículo «Al dictado».
Tenía 46 años cuando fue elegido miembro de la RAE. En 1922 se convirtió en el segundo escritor español en recibir el Nobel por haber «continuado dignamente las tradiciones del teatro español». Y eso es lo que don Jacinto hizo: continuar la tradición subvirtiéndola a su manera. Supo ajustarse a la sensibilidad del público de su tiempo y equilibrar una eficaz fórmula en la que introdujo las dosis justas de crítica para pellizcar las conciencias de los espectadores mayormente burgueses de sus obras, escandalizando lo indispensable; así se creó un público que le fue fiel porque apreciaba la aguda capacidad de observación social del autor, su soberbia carpintería escénica y la gran brillantez de su lenguaje, caracterizado por la ironía, el ingenio verbal, la elipsis y la réplica elegante. El estilo benaventino reduce la acción externa e introduce el componente psicológico al tiempo que hace converger los focos del protagonismo sobre un grupo social, hasta el punto de que su costumbrismo, a la vez que se detiene en las claves personales, da singular relevancia a las relaciones humanas.
El teatro de don Jacinto fue sinónimo de gran capacidad satírica, aunque la mayoría de los especialistas convenga hoy que esa crítica no pasó de superficial, limitándose a los famosos «alfilerazos» del autor, que cedió a la tentación de abandonarse a los aplausos que recibía como ingenioso cronista de salón. Pese a ello, me parece plausible rastrear su magisterio en una línea que pasa por los dramas rurales de Lorca, la construcción y las atmósferas líricas de Casona, ciertos aspectos simbólicos de la escritura de Buero, las filigranas conceptuales de Gala y los juegos sociales de Moncada.
Regresando a la peripecia personal, durante la guerra civil don Jacinto, de talante más bien conservador y antialiadófilo, permaneció en Valencia y luego abandonó España con rumbo a Argentina. El que se instalara en «zona roja» y su notoria condición de homosexual debieron contribuir a que su nombre fuera tachado de las carteleras españolas en los primeros años 40.
Ocho años antes de morir regresó a Madrid en loor de multitudes. Y es que Benavente fue un autor enormemente popular, protagonista de incontables episodios que ilustran sobre su temible y afilado ingenio, lo que me da pie para terminar estas líneas visitando el territorio de la anécdota. Gómez de la Serna relata que cuando alguien mencionó que mientras don Jacinto se refería en términos elogiosos a Valle-Inclán éste hablaba mal de él, Benavente arguyó: «Quizás estemos equivocados los dos». Y otra más gruesa aunque no menos definitiva y definitoria: un recio varón se negó a dejarle pasar en una calle blandiendo un argumento de adoquín: «Yo no cedo el paso a ningún maricón». El escritor, apartándose cortesmente, respondió: «Pues yo sí».
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