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Neo y ultraliberales

ESTÁ visto que los liberales no podemos serlo a secas y nuestra doctrina ha de estar encadenada a dos innobles prefijos: neo y ultra. Es decir, el liberalismo vendría caracterizado por la mutación y el radicalismo, por ser una ideología cambiante y por situarse en los extremos del arco intelectual. Sin embargo, no sólo sucede que nuestras ideas son en líneas generales las mismas que antes sino que son adoptadas por nuestros adversarios, sin que nadie reconozca la transformación ni admita el itinerario de propuestas extremistas convertidas en aceptables.

La contención fiscal integra el ideario liberal desde que hay memoria -easy taxes, recomendó Adam Smith hace casi dos siglos y medio. Hasta fechas muy recientes, la opinión generalizada era la contraria, y sostenía que los impuestos elevados eran condición imprescindible para el mantenimiento del generoso e ininterrumpidamente creciente gasto social. Esto gozaba de un amplio consenso, y los que pedíamos menos impuestos éramos neo y ultraliberales. De pronto, aquí todo el mundo quiere bajar los impuestos. José María Aznar y los suyos esgrimieron la consigna y el electorado respondió entusiasta. El eje del debate político-impositivo se desplazó hacia quién, cómo, cuándo y cuánto recortaba la presión fiscal. El nuevo líder del PSOE, un partido que llevó la coacción hacendística al máximo de nuestra historia, José Luis Rodríguez Zapatero, no paró mientes y proclamó: «bajar los impuestos es de izquierdas».

Los liberales recelamos de las empresas públicas y aconsejamos muy temprano su privatización, siendo consecuentemente tachados de neo/ultra. De pronto, aquí todo el mundo quiere privatizar empresas públicas. Los ministros de Industria se volvieron hábiles vendedores, los socialistas privatizaron el INI, y no pasó nada.

La limitación de los desequilibrios de la Hacienda pública es una vieja bandera liberal, denostada durante el siglo XX en tanto que antigualla que impedía la abnegada labor de los políticos en pro de la mejora social. De pronto, aquí todo el mundo quiere contener y hasta eliminar el déficit público, y el crecimiento de la deuda de las Administraciones Públicas es contemplado con inquietud.

La crítica de la inflación y la prédica en pro de la estabilidad de precios son tradicionales compañeras de los liberales -cuatrocientos años tienen De monetae mutatione y la reprobación del padre Mariana al impuesto inflacionario, ideas ridiculizadas en nuestro tiempo por un keynesianismo que abominó de las restricciones a la política económica. De pronto, aquí todo el mundo quiere frenar la inflación y salvaguardar la estabilidad. Han desaparecido los benéficos trade-offs entre inflación y paro, y ya nadie cree que la inflación ostente aspectos plausibles.

Los ejemplos podrían multiplicarse en el campo económico, como el aprecio de empresas y empresarios, el fomento del libre comercio y la competencia, la apertura de los mercados, incluido el laboral, y el freno a los incentivos perversos del intervencionismo público, como la cultura del subsidio. En todos estos casos los antiliberales de derechas e izquierdas renunciaron a importantes argumentos y abrazaron posiciones liberales antes vituperadas en tanto que excesivas e inicuas.

Fuera de la economía también se ha registrado este proceso. Piénsese en el énfasis en la transparencia y la responsabilidad, o en la relevancia de la familia y la sociedad civil.

No se trata, por supuesto, de que los ideales del liberalismo hayan sido alcanzados, ni mucho menos. Quienes claman desolados ante un «pensamiento único» y una «globalización neoliberal», que al parecer no han dejado del Estado piedra sobre piedra, simplemente no han contrastado sus dogmas y el liberalismo vocal de los políticos con la realidad, con la elevada presión fiscal y con los múltiples casos de intervencionismo de las autoridades en la vida social, un intervencionismo que, lejos de haber sido desmantelado, sigue vivo y coleando, y presto a blandir viejas o nuevas excusas para recortar la libertad de los ciudadanos.

No obstante, se han abierto camino ideas y medidas liberalizadoras, y es indudable que el discurso político se ha ido permeando de liberalismo en ese tácito proceso al que me he referido antes, por el cual lo extravagante muta en convencional y nadie dice esta boca es mía. Exploremos las posibles razones de este fenómeno.

En el último cuarto del siglo XX las dos formas fundamentales del intervencionismo antiliberal, la democrática y la totalitaria, entraron en crisis. La primera mostró sombras en el paraíso intervencionista, en términos, por ejemplo, de desempleo y presión tributaria. La segunda reveló incluso a los comunistas el espanto del comunismo, la ideología más criminal que jamás haya sido perpetrada contra los trabajadores en toda la historia.

En el frente democrático, los símbolos de Thatcher y Reagan señalaron la salida del laberinto para los conservadores: es falso que los pueblos son ineluctables intervencionistas, puesto que algunos mensajes más o menos liberales no eran incompatibles con victorias electorales. Felipe González y, mucho después, Tony Blair, hicieron lo propio en el campo del socialismo.

Previsiblemente, hubo salidas menos dignas, como la de quienes convirtieron su frommiano miedo a la libertad en miedo a la globalización, contra la cual se reciclaron en masa los izquierdistas, que ahora pretenden proteger a los indios o la ecología -hasta ayer ignorados- insertándose también con otros antiliberales a la búsqueda de sujetos revolucionarios en el nacionalismo o el fundamentalismo religioso.

Pero regresemos a aguas moderadas y dejemos de lado a esos irreductibles enemigos de la libertad, que siguen condenando al libre mercado y al capitalismo como si en el mundo nada hubiese pasado que permitiese conjurar sus apocalipsis. Sospecho que si conservadores y socialdemócratas han irrumpido en el liberalismo sin saludar al dueño de casa -más aún, acusándolo de ser un desaforado- ello no obedece sólo a la humana reticencia a admitir errores sino a la democrática exigencia de ganar elecciones.

En esa peculiar competencia vencen los serenos y equilibrados, entendidas estas virtudes no como forma de defender principios sino como ajuste -más o menos demagógico, más o menos didáctico- a la opinión pública. Este ajuste es complicado, y por eso se pierden las elecciones, pero sigue siendo cierto no sólo que dicho ajuste no se puede plantear exclusivamente en términos de principios, sino que resulta útil situar con amable paternalismo a las mujeres y los hombres de principios en las esquinas y caricaturizarlos como ultras, mientras que los pragmáticos y acomodaticios se llevan el gato, y todo, al agua.

De ahí el pasteleo habitual de conservadores y socialistas en busca de estandartes cuya definición es la indefinición: centro-reformista, social-liberalismo, tercera vía. Su humo cambiante es el verdadero pensamiento único, que se remonta hasta John Stuart Mill y pervive hoy en el último político que ha dicho muy serio: «tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario», o alguna otra tontería análoga e incomprensible si no se le añade «para obtener legitimación merced al apoyo popular». El pánico a separarse demasiado de la opinión generalizada lleva a insolubles contradicciones -«vamos a bajar los impuestos pero vamos a subir el gasto social»-, obstruye las reformas y empobrece el debate político.

Acabo con una confesión y un consuelo. Confieso que como no compito en urnas sino en ideas no me importa la soledad y comprendo la inevitable cesión de principios que emprenden otros en juegos políticos e ideológicos que no practico. Incluso me divierte ver cómo los intervencionistas incorporan fracciones del discurso liberal al suyo, mientras nos mantienen a los liberales extramuros de la moderación y con los sambenitos de neo y ultra. Y el consuelo es que todo esto e

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