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GUAPA DE CARA

Como lector, como escritor y, sobre todo, como librero, he sufrido demasiadas cosas como para asombrarme. A cualquiera que haya padecido el interior de una caseta, los defectos de la Feria del Libro de Madrid le saltarán a los ojos, a los oídos y hasta a la próstata. El calor insoportable, el estruendo de la megafonía, las variadas alergias... La Feria es demasiado larga en el espacio y en el tiempo: casi cuatrocientas casetas y diecisiete días. Los mismos autores firmando los mismos libros y el noventa por ciento de las casetas repitiendo las dos docenas de best-sellers de turno. En cuanto a infraestructura, la Feria del Libro causaría vergüenza ajena, si no causara pánico. Un librero emplazado justo al comienzo de la feria debe iniciar una caminata de quince minutos, entre riadas de gente, para alcanzar un retrete.

En cuanto a los horarios en fin de semana son espartanos: cerrar a las tres de la tarde y abrir las casetas a las cinco un sábado o domingo, con el sol cayendo a plomo sobre el Paseo de Coches, es una imbecilidad o peor todavía, una muestra de sadismo nacida del cerebro de unos tipos que, más que montar una feria, lo que quisieran es dirigir un campo de concentración caribeño. En vez de los libreros (agobiados con el alquiler de unas casetas descuajaringadas y amortizadas desde hace décadas), los que hacen negocio aquí, como siempre, son los bares improvisados, que trafican con la sed. Casi dos euros por una botella de agua es un atraco o el margen de beneficio del último tocho de éxito.

Encima, los honrados escritores deben soportar el intrusismo laboral del cantante, el presentador o el famoso primaveral que han sacado su morcilla encuadernada del horno justo a tiempo, calentita para la Feria y las firmas. ¿Hay algo por lo que merezca la pena acudir año tras año a esta horrenda comercialización de la cultura, esta adoración anual del becerro de celulosa? Sí, de vez en cuando surge un libro de un escritor ya muerto o apenas conocido, un volumen que justifica la tortura a pleno sol, los estornudos y los desfalcos en los chiringuitos. Este año, Guapa de cara, de Rafael Reig, es uno de esos libros.

En su anterior novela, Sangre a borbotones, Reig ya había inaugurado ese Madrid de ciencia-ficción, con la Castellana inundada y los coches sustituidos por bicicletas, que algunos ya echamos de menos. Una trama soberbia, donde la mezcla de géneros, el humor, la melancolía y el desparpajo cuajaba en un cóctel imaginativo fastuoso, que no se veía en nuestras letras desde los tiempos gloriosos de Torrente Ballester. Reig abre Guapa de cara con un insólita apuesta narrativa: la protagonista, una escritora de libros infantiles, es asesinada en la primera página y es su espíritu, flotando en el aire, invisible para todos, el que emprende la investigación. Le acompaña, a modo de escudero, una de las criaturas de su imaginación: Benito Viruta, un niño huérfano, malcriado y repelente, que sabe algunas cosas sobre la condición fantasmal. El cruce entre el género policíaco y el fantástico desemboca en un humor amargo, teñido de nostalgia, donde Reig disecciona el cadáver de la movida madrileña y los sueños rotos de una generación que bien pudo ser la nuestra, y que se quedó en nada o en casi nada. Una elegía por la pureza perdida, la soledad, la orfandad y la derrota.

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