Victor Alba, un hombre entre el humor y la polémica, la literatura y la política
La muerte de Victor Alba incide en el que cada vez más reducido grupo de supervivientes de la Guerra Civil y actores de las polémicas subsiguientes a la contienda

BARCELONA. Pelai Pagès Elies era mucho más conocido por su pseudónimo politicoliterario de Victor Alba que por el nombre de pila, que se decía antes. En su larga vida, 1916 a 2003, se puede afirmar que escribió libros y artículos para hacer política e hizo política para poder escribir libros y artículos. Cursó estudios de Derecho en su Barcelona natal y a los 16 años ya practicaba el periodismo político; militó en el BOC y el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM, 1935) al que fueron a confluir grupos y corrientes de la izquierda socialista y antiestaliniana, grupo que si no relevante por su número sí lo fue por la capacidad polemista de sus militantes: Nin, Maurín, Wilebaldo Solano, Julian Gorkin, Eric Blair-George Orwell o el propio Víctor Alba son buena prueba de ello. Fue redactor de «La Batalla» y «Última Hora»; después de mayo de 1937 sufrió la inícua persecución del resto de compañeros de partido por parte de los estalinistas. En abril del 39, el fin le sorprendió en Alicante y su peregrinar carcelario lo condujo hasta la Modelo barcelonesa, que quería ver convertida en museo, en 1945 huyó a Francia.
Con Camus en «Combat»
Se abría una nueva etapa, en la que colaboró en el «Combat» de Albert Camus y tradujo al francés el «Cant Espiritual» de Maragall y publicó su «Histoire des Républiques Espagnoles».
Saltó el charco, en el 47, hacia las acogedoras playas aztecas donde colaboró con la prensa local -«Excelsior» y «Panorama» y publicaciones del exilio como «La Nostra Revista» y «Punt Blau»- y llegó a director del Centro de Estudios y Documentación Sociales.
En los años 70, ya de regreso en España, dio una charla a los alumnos de Bellaterra y en el coloquio no faltó la acerda pregunta de «¿Qué hacías en los EE. UU de los 40 a los 60?», d«Debe pareceros que estaba en la boca del lobo, pero aquí estábais en el culo de lobo», respondió. Su agilidad de polemista con tendencia al sarcasmo no le abandonaría nunca. En los últimos años la utilizaba en las presentaciones del Ateneo y otras tribunas, donde solía enzarzarse con algún suquero tan implacable como él. En la etapa estadounidense ejerció la docencia universitaria, colaboró en organismos internacionales y sus enemigos aprovecharon para añadir a la lista de sus «crímenes» el de «agente de la CIA».
Sus exegetas dudan entre los 50 y el centenar al referirse al número de sus libros: «Historia del comunismo en América Latina», «The Latin Americans», «Retorn a Catalunya», «Catalunya sense cap ni peus», «Homo sapiens catalanibus»; novelas como «Els supervivients» y «El pájaro africano»; o ensayos como «USA centre de la revolta mundial», «Catalonia. A profile»; e historias del BOC, Nin, Maurín, de la resistencia antifranquista, «Els problemes del moviment obrer a Catalunya», «El Partido Comunista en España» o «Todos somos herederos de Franco».
En los últimos años estuvo muy ligado a la editorial Laertes, «en la que me encuentro muy cómodo» y en la que publicará «Historia social de la vejez»; la serie de sus memorias que empezó con «Sísifo y su tiempo. Memorias de un cabreado», «Costa avall», «Costa amunt», «L´ aventura de un militant», «L´emprenyat».
Humorista sobre todo
La serie de diccionarios fue como su irónica despedida de un mundo que cada vez le resultaba más ajeno: «...de les cabronades», «...de la mala llet», «...de les ximpleries, bajanades, badoquerías i trapelleries», «...d´anònims amb nom».
En sus tertulias del Ateneo, el Centro Comarcal leridano o en Sitges, en «petit comité», no tenía empacho en reconocer que el POUM fue algo así como un invento mediático «avant la lettre» y que hubiera generado muy poca polémica y literatura de no ser por el asesinato de Andrés Nin, el calvario de Joaquín Maurín y otros, la cascada de calumnias del comunismo de obediencia moscovita y el excelente propagandista que para el «PUM» -el nombre se contraía en la charla coloquial- resultó ser aquel tísico genial de sobrenombre George Orwell.
Jocundo y vital, en alguna de las comidas de presentación, en Casa Leopoldo, actuaba de debelador de lo divino y de lo humano; sus epítetos podían ser muy abruptos: «Nuestra generación ha tenido la suerte de poder odiar a muerte a algunas personas y hemos podido enterrarlas a todas...» En las enumeraciones consiguientes podía haber pequeñas variaciones, pero tres no faltaron nunca: Hitler, Stalin y Franco
Su libro sobre las «Los colectivizadores» (Laertes, 2002), tuvo una intrahistoria digna del personaje: en los 60 entrevistó a supervivientes de las colectivizaciones de 1936-37, guardó las cintas en un viejo armario de su domicilio, se mudó de casa y dio por perdido aquel trabajo. Muchos años más tarde, el nuevo inquilino las descubrió, le localizó, le hizo llegar las viejas entrevistas y pudo reelaborarlas y publicarlas en forma de libro. Para un hombre tan pesimista como él «cuando estás caberado estás en estado de gracia».
Fue un buen contrapunto.
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