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Lakers, galácticos del baloncesto

Siete taxis amarillos, uno tras de otro, se negaron el martes a salir de Nueva York para ir al estadio de los Nets en New Jersey, donde debutaba Pau Gasol con los Lakers. Cuatro taxistas alegaron que

Siete taxis amarillos, uno tras de otro, se negaron el martes a salir de Nueva York para ir al estadio de los Nets en New Jersey, donde debutaba Pau Gasol con los Lakers. Cuatro taxistas alegaron que no se les había perdido nada en New Jersey. Otros tres, que no tenían «ni idea» de cómo llegar. «¡Qué me dice! ¡Pero si ahí juegan también los Giants de Nueva York, que acaban de ganar la Super Bowl!». Nada, que New York a veces es de un paleto que echa para atrás.

¿Y si la NBA fuese un timo? ¿Un engañabobos para extranjeros? A ver si al final voy a tener razón, porque yo, voluntariamente, jamás iría a un partido de baloncesto. Voy porque me mandan, con la excusa de que «es noticia». Pues vaya.

Por fin aparece un taxista indio que, después de evacuar consultas telefónicas en su idioma (¿estará llamando a un fan de la NBA en Calcuta?) dice que me lleva. Y al fin se descubre que estamos toda la tarde peleando por una carrera de quince minutos.

El estadio es enorme. Cuando entras te clasifican y te dirigen casi tan eficazmente como si llegaras a Auschwitz: a) los jugadores a la zona de vestuarios a la que sólo tienen acceso ellos, sus entrenadores, las «cheerleaders» y los periodistas a su debido tiempo b) el viperío a las zonas vip c) la plebe a sus puestos en las gradas, aunque con libertad de movimiento para hacer gasto comprando camisetas, perritos calientes y chucherías mil.

Con partidos de cuatro tiempos, el baloncesto es sólo una de las distracciones posibles. Hay cheerleaders que apenas levantan la pierna pero otras hacen acrobacias fantásticas. Hay gente que atraviesa la cancha portando un gran estandarte donde se lee: «¡Haz ruido!» «¡Más fuerte!». Es un fabuloso recreo de pago. Un salto a la infancia por cien dólares. Por fin aparecen los jugadores. Los dos metros trece de Pau Gasol amenazan con salirse del parquet. Bajo los focos hay un momento de pánico. Curiosamente el alivio viene del rival: Stomile Swift es un Net tan reciente como Pau lo es Laker. Ambos han sudado por años la misma camiseta en Memphis. Y de repente helos aquí, frente a frente.

«Se nos ha hecho a los dos muy raro», dirá después Gasol, «pero verle ahí me ha reconfortado». Mano de santo, oiga. El de Sant Boi templa sus bríos de tal manera, juega de tal modo, rinde tal espectáculo, que el estadio se colma de bocas abiertas. Sin distinción de equipo, nacionalidad o mayor o menor interés por el deporte.

Transformación

Quien firma estas palabras acaba desconociéndose, exultando en la silla y poniendo de los nervios a un compañero que vuelve del baño y que, él sí, entiende de baloncesto. «¿Qué ha hecho Gasol?», pregunta ansioso. Comprendiendo el apuro de quien aún no distingue entre una canasta y un frutero, intenta ponerlo fácil: «¿Encestó por arriba o por abajo? ¿Tenía la mano así?». «No sé. Pero ha sido muy emocionante». Y el otro, partido de la risa: «A ver si después de tanto burlarte, vas a acabar más forofa de la NBA que los mismos americanos». Este país es lo que tiene, que saca lo peor de ti. E incluso ta lo mejor a veces.

Éstos son los sentimientos experimentados en la cancha por alguien que lo desconoce todo del baloncesto, como bien habrá observado el lector. Pero que ha experimentado la magia del espectacular básquet de la NBA. Y que lo ha hecho de la mano de los estelares Lakers por los que ha fichado Gasol. Los galácticos del baloncesto.

Galácticos. El nuevo milenio acuñó para el mundo del deporte el término «galáctico» para referirse a la vocación estratosférica de los jugadores del Real Madrid sobre el resto de los futbolistas terrenales. Aquellos Zidane, Beckham, Figo. Sin embargo, medio siglo antes ya había nacido en Detroit un equipo que se merecería ese calificativo por méritos propios. La historia arranca en 1946, cuando Ben Berger y Morris Chalfen compran a un señor de Michigan por 15.000 dólares el equipo de los Gems de Detroit. En 1947 se trasladan a Mineápolis, en Minnesota, y cambian su nombre por el de Lakers, en referencia a los 10.000 lagos que existen en este estado. De aquí la explicación al misterio de que este equipo se llame los «Lacustres», cuando en Los Angeles no hay un solo lago.

La del equipo es una historia de triunfos. Ya en en 1947, y aún como los Minneapolis Lakers, ganan el campeonato de la Liga Nacional de Baloncesto (NBL) y dan el salto a la Basketball Association of America (BBA), para vencer en la temporada 1948-49. Ese año, la NBL y la BAA se fusionan y dan vida a la NBA, cuyos anillos ganarían los lacustres hasta 1954, con la excepción de 1951. De aquella epoca es la primera dinastía de grandes jugadores, con George Mikan, el primer «extraterrestre galáctico» de la NBA, Vern Mikkelsen, Jim Pollard, Slater Martin y Clyde Lovellette como quinteto de oro.

Una vez en California, por sus filas pasaron figuras como Elgin Baylor, Jerry West o Gail Goodrich, pero -por desgracia- para sumar seis derrotas en ocho finales ante su máximo rival: el Boston Celtics. No obstante, en Los Angeles entran en contacto con el mundo del espectáculo. Doris Day, Dean Martin o Walter Matthau fueron algunos de los primeros seguidores, del que de inmediato se convertiría en el equipo de los famosos. A fuerza no sólo de glamour, sino también de talento y tesón, la mala racha acabaría en 1972, cuando vuelven a conquistar un título de la mano de Bill Sharman. Luego vinieron el carismático Kareem Abdul-Jabbar (Lew Alcindor antes de convertirse al islam), un genio que vivía en otro planeta, y Wilt Chamberlain, otro sensacional extraterrestre. Con ellos, lograron un registro todavía imbatido: 33 victorias y el campeonato de 1972. Aunque habrá que esperar al fichaje de «Magic» Johnson en 1979 para que el equipo brille en todo su glamour dentro y fuera de la cancha.

Viene entonces su esplendor de los 80 bajo la batuta de Pat Riley: en esa década disputaron ocho finales, ganando en cinco de ellas. Y tras otra travesía por el desierto, dos nuevos primeros espadas Shaquille O'Neal y Kobe Bryant, y otro gran preparador, Phil Jackson, llevan al equipo a sumar tres títulos entre 2000 y 2002.

Ese es el peso de la historia que vibra en el imponente Staples Center, la mítica catedral en la que ofician los Lakers: un complejo multiusos en pleno «downtown» de la capital californiana. Una mole de acero y vidrio cubierto por un «sombrero» metálico junto al Centro de Convenciones de L.A. y en medio de un ambicioso plan de desarrollo urbanístico. El proyecto L.A. Live tiene presupuestados miles de millones de dólares y ya cuenta con un teatro, el Nokia. En él habrá, además, centros comerciales, estudios de radio y televisión, restaurantes, edificios residenciales y un hotel-centro de convenciones con más de mil habitaciones.

El estadio, con capacidad para 20.000 espectadores, puede ser utilizado para conciertos, entregas de premios (Grammy), convenciones políticas, veladas de boxeo, lucha libre, partidos de hockey, fútbol americano y, por supuesto, básquet. Y es sede permanente de seis equipos, entre ellos, y en primerísimo lugar, Los Lakers. En su interior, además, cabe de todo: doce vestuarios, salas de reuniones, un salón de actos, oficinas, un restaurante, 1.200 monitores de televisión, 23 bares, una tienda, un equipo de luces, sonido y videomarcadores y hasta el hincha Jack Nicholson, abonado a los Lakers desde hace 40 años y siempre presente con sus gafas oscuras y su sonrisa mefistofélica.

Lo que casi se palpa en este «templo» es el aura de las figuras que han hecho historia en el deporte norteamericano. En el andador que rodea el edificio dos estatuas recuerdan a los dos héroes deportivos de la ciudad: el canadiense Wayne Gretzky, el mejor jugador de hockey de todos los tiempos, y el mítico Magic Johnson.

Magic. Con Magic Johnson llegó el mago de Michigan, el que dio pie al nacimiento del «Showtime», a la transformación del baloncesto en un espectáculo mediático y en una exhibición de destreza deportivo-operística. A diferencia de Kareem, el otro líder histórico del equipo, con un carácter hosco y difícil, Magic era el relaciones públicas perfecto: siempre sonriente, educado y dispuesto a contentar hasta al último aficionado. Se desenvolvía perfectamente con el glamour de Hollywood y sus innegables cualidades deportivas (ha sido el jugador más creativo de la historia) hicieron el resto. Revolucionó el básquet desde el punto de vista táctico (nunca se pudo imaginar que un hombre de 2'06 m. pudiera jugar de base) y su impacto en la franquicia fue inmediato. Sus ganas le delataban. Tras ganar el partido de su debut saltó corriendo a abrazarse al pívot que le miró extrañado diciéndole: «¿Qué haces, aún nos quedan 81 partidos por delante?». Así era Johnson, un ambicioso entusiasta.

Con una actuación increíble en la final ante los Sixers devolvió el trofeo a las vitrinas púrpuras y dio comienzo a su leyenda. Era la prodigiosa década de los 80. Los Worthy, Scott, Cooper, Rambis o el engominado Pat Riley permanecen en la conciencia colectiva de los aficionados con sus camisetas amarillas brillando sobre el gualdo parquet del Forum.

Renacimiento

Todo ese ambiente dorado se vino abajo en 1991 cuando Magic anunció su retirada tras contraer el virus del sida. El impacto fue tremendo y, aunque posteriormente volvió a jugar, ya no volvió a ser lo mismo. Menos mal que los Lakers son unos «galácticos» no sólo en la pista, sino también en los despachos y merced a unas atinadas operaciones se hicieron con los servicios de Shaquille O'Neal y Kobe Bryant. La llegada del «gurú» Phil Jackson al banquillo en 1999 hizo el resto: tres títulos de tacada (de 2000 a 2002) y de nuevo en la cresta de la ola.

En estos últimos años, sin embargo, el exceso de protagonismo de Kobe (que forzó la marcha de Shaq por celos profesionales) les sumió en una crisis de la que no se han recuperado hasta hace unos días. La llegada de Pau Gasol les da una fortaleza y una versatilidad renovadas y les ha elevado de nuevo en las apuestas. Con el español ha vuelto la ilusión a Los Ángeles. Era la pieza que faltaba para que funcionase la nave espacial.

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