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Bayreuth Un «Parsifal» sobrecargado y un meloso «Tannhäuser»

OVIDIO GARCÍA PRADAChristoph Schlingensief, poliartista hiperactivo, es uno de los directores escénicos más laboriosos de Bayreuth. Su montaje caóticamente organizado, nuevamente corregido y

OVIDIO GARCÍA PRADA

Christoph Schlingensief, poliartista hiperactivo, es uno de los directores escénicos más laboriosos de Bayreuth. Su montaje caóticamente organizado, nuevamente corregido y aumentado, será archivado antes del usual ciclo quinquenal. Cada año ha introducido, amalgamándolas, una nueva perspectiva: en 2004, los rituales africano-vudús; en 2005, la variante ártico-islandesa (el llamado «animatógrafo»), en 2006 el mundo arábigo-islámico. En 2007 se limitó a pulir aristas.

El primer acto del «Parsifal» es el más sobrecargado. Hay una duplicación de figuras (de Parsifal y Kundry), más la proliferación de comparsas, proyecciones y cachivaches escénicos, mayormente aleatorios, en perpetuum mobile. Cuando la escena no es incongruente con el texto y la música, resulta deconstructivista, un wagneriano diría «sacrílega».

La interpretación canora fue aceptable: R. Hall (digno Gurnemanz, algo monótono); K. Mewes (potente y expresivo Klingsor); A. Eberz (Parsifal con voz voluminosa, desabrida y fraseo algo tosco). Destacables el convincente Amfortas doliente de J. Rasilainen, culminante en un «Erbarmen! (¡Piedad!)» de los que congelan el aliento, y la Kundry de E. Herlitzius, muy segura en la entonación y los escabrosos intervalos.

Durante los tres primeros días de agosto el contraste de escenarios no pudo ser mayor. El día 1 hubo una escuálida, árida e intelectualizante puesta en escena del «Ocaso de los dioses», del octogenario dramaturgo T. Dorst. Al día siguiente invadió el escenario su polo opuesto: la vorágine iconográfico-posmodernista de «Parsifal», del hiperactivo joven videoartista Schlingensief. Luego fue servido como postre un esteticista «Tannhäuser», del acomodado regisseur francés Philippe Arlaud, con coloristas decorados chillones y acción de insípida elegancia en los predios del kitsch. Futurista montaje el segundo, flanqueado por uno «antiquizante» y otro restaurador. Y todo esto en Bayreuth, la presunta nevera del tradicionalismo wagneriano.

En cuanto a la escenografía de «Tannhäuser», el cuadro caleidoscópico inicial del Venusberg y, sobre todo, la pradera y su arcoiris celeste claveteados con claveles, resultan de un dulzor empalagoso. A una gran parte del público, sin embargo, le gusta. El torneo de canto del segundo acto, con un graderío dorado y un gran tubo fluorescente en el centro, indujo a algunos espectadores a sacar sus móviles y cámaras, saltándose la prohibición de fotografiar. Entretanto, el mismo Arlaud parece asumir la evaluación que la crítica hizo y hace de su prematuramente avejentada puesta en escena y declara públicamente que la considera «ahora, en realidad, una mierda» (sic). Sin embargo, a diferencia de su última reposición hace dos años, la producción carece del fulgor musical que de la mano de Chr. Thielemann irradiaba el foso.

Ahora el papel lo canta el holandés Frank van Aken, debutante desconocido. Tiene órgano potente, intensidad dramática y comprensible articulación textual, pero abusa del volumen, fuerza la emisión y su fraseo es aún algo tosco. En el foso está Chr. U. Meier, asistente de Thielemann e impuesto por él. Dejó entrever buenas maneras, pero anda aún lejos de replicar el cincelado del detalle, la transparencia y tensión musical de su maestro, al que supera ya en ímpetu patético y decibelios.

R. Trekel, el único superviviente del elenco inicial, canta el papel de Wolfram con un ansia de perfección proclive al manierismo. R. Merbeth ofreció una Elisabeth plateada con muchos delicados matices y colores. R. Johannsen perfiló el Pastorcillo con fino, cristalino y dulce soprano. Dignos Th. Jesatko (Landgrave), J. Nemeth (Venus) y el resto del reparto. El coro -fulminante en el ataque, aplomado, excelso- fue la estrella de la noche.

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