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Maulets, fanáticos en Cataluña

Barcelona, 10 de junio de 2006, sábado, 12 del mediodía. En el Casinet d'Hostafrancs, un centro cívico municipal cogestionado por el propio Ayuntamiento y por el Secretariado de Entidades de los

Barcelona, 10 de junio de 2006, sábado, 12 del mediodía. En el Casinet d'Hostafrancs, un centro cívico municipal cogestionado por el propio Ayuntamiento y por el Secretariado de Entidades de los barrios de Sants, Hostafrancs y La Bordeta, está programado un acto público. Como el acto lo convoca Ciutadans de Catalunya en el marco de la campaña del referéndum estatutario, y como en los días ya transcurridos de campaña y, en general, a lo largo de los últimos meses los representantes de dicha asociación no han hecho sino tropezar con pandillas de jóvenes independentistas que, al grito de «¡Fascistas!», «¡Lerrouxistas!» o, para más inri, «¡Libertad de expresión!», les han impedido ejercer libremente su condición de ciudadanos, quienes deben intervenir hoy en el Casinet -Albert Boadella, Cristina Rieder, Albert Rivera y un servidor- no las tienen todas consigo. Además, concurren dos agravantes. Por un lado, este lunes, en Gerona, Arcadi Espada y José Manuel Villegas han sido agredidos por una banda de la misma especie -Maulets se hacen llamar- cuando trataban de acceder a la sala donde iba a celebrarse una charla sobre el Estatuto y mientras la policía autonómica, a la que se había avisado para que garantizara la seguridad de los asistentes, miraba hacia otro lado, o ni siquiera miraba. Por otro, una réplica barcelonesa de esos fanáticos de la patria catalana ya ha anunciado que no piensa permitir la celebración del acto de hoy. Total, que la matinal promete.

Nada. Falsa alarma. Por suerte, no parece que esta vez los dispensadores de mamporros vayan a aparecer. Aunque, en realidad, ya han dejado su huella. La fachada del centro cívico ha amanecido llena de pintadas alusivas a las bondades de Ciutadans. Incluso hay un par de dianas con los nombres de Boadella y Espada debidamente inscritos en su interior. Pero eso es todo. En la sala reina la calma. Las caras de los congregados, todas tan tranquilizadoramente corrientes, no dan pie a ningún temor. Y luego están los Mossos, paseando arriba y abajo. No van uniformados, pero su aspecto fornido y el pinganillo pegado a la oreja enseguida les delatan. En esta ocasión, no hay duda, están por la labor. Mediado el acto, en una pausa que los organizadores han programado para recaudar fondos, me acerco a uno de estos policías autonómicos, que resulta ser, por casualidad, el responsable del operativo. Le pregunto por los chicos de la banda. «Nada, todo controlado, no hay de qué preocuparse», contesta. «Ah, es que este lunes en Gerona, sabe usted.» «Como comprenderá, yo sólo puedo responder de lo que ocurre en Barcelona. Y le aseguro que aquí ustedes no tienen nada que temer. Además, Gerona es Gerona.»

Gerona es otra historia

En efecto, Gerona es Gerona. Lo era el 10 de junio de 2006 y, por lo visto en los últimos tiempos, lo sigue siendo el 7 de octubre de 2007. Por supuesto, esto no quita que en el resto de Cataluña -y también, aunque en menor medida, en Baleares y en la Comunidad Valenciana- el nacionalismo radical campara ya entonces a sus anchas, y lo siga haciendo ahora. Pero, a qué negarlo, Gerona es otra historia. Y semejante afirmación lo mismo vale para los independentistas irredentos que para los Mossos encargados de tenerlos a raya. Tal para cual, en definitiva. Por eso no debe sorprender a nadie que la campaña orquestada contra la figura del Rey, y contra lo que esta figura encarna y simboliza, tuviera su primer incendio en Gerona, coincidiendo con la visita que el monarca realizó el pasado 13 de septiembre a la ciudad. Del mismo modo que no debe sorprender que este incendio no lo apagara la fuerza pública, sino el tiempo, es decir, lo que tardaron en extinguirse los carteles con el retrato invertido de Don Juan Carlos.

De cuantos grupúsculos forman hoy día el independentismo radical -los márgenes del sistema son siempre turbios y difusos-, Maulets es, sin duda, el más conocido. De ahí que a menudo se le atribuyan acciones que ni siquiera le corresponden. Maulets tiene a su favor la longevidad -casi veinte años de existencia-, un activismo considerable y una implantación en el conjunto del territorio -entiéndase por territorio los Países Catalanes soñados-. Y tiene a su favor la propia historia. Mejor dicho: el extraño manejo que el nacionalismo ha hecho siempre de esta historia. Y es que los «maulets», así en minúscula, eran los campesinos valencianos que, durante la Guerra de Sucesión, tomaron partido por el Archiduque Carlos de Austria y fueron derrotados, como es sabido, por los ejércitos de Felipe V. Se trata, pues, de unos perdedores, lo cual, tratándose de la mitología nacionalista, resulta hasta cierto punto previsible, aunque sólo sea por coherencia con otras derrotas. Pero es que el nombre, además, lo deben a sus enemigos, los «botiflers», que, según indica el filólogo Coromines, les obsequiaron con semejante epíteto por derivación de un «maula» que, ya por entonces, tenía curso en castellano y quizá también en catalán. En fin, que les consideraban bellacos, astutos y traidores.

Tropa maula

Sobra decir que nuestros Maulets contemporáneos no han conservado de aquellos tiempos seminales más que el sentido heroico. Y el odio hacia los Borbones, por descontado. Todo lo demás queda subsumido en este sentimiento mayor. Es verdad, como recuerda Roger Buch en su muy completo «L'esquerra independentista avui» (Columna, 2007), que el ideario de la tropa maula -y de cuantos partidos, asociaciones u organizaciones se mueven en el mismo campo- posee asimismo un fuerte contenido izquierdista, esto es, «anti» todo lo establecido: anticapitalista, antipatriarcal, antiglobalización, antiespeculación inmobiliaria, etc. Pero, en la medida en que todos estos males -en cuya denuncia Maulets confluye, por cierto, con los ex comunistas de Iniciativa per Catalunya y los distintos grupos antisistema- van a tener solución, a su juicio, el día en que el territorio sea liberado del yugo hispánico al que hoy por hoy está sometido, parece evidente cuáles son sus prioridades. Por si quedara alguna duda, ellos mismos las detallan en su propia página web: «Maulets somos una organización política de jóvenes, independentista y revolucionaria, creada en 1988 para organizar, movilizar y desarrollar la lucha juvenil en los «Països Catalans». Durante este tiempo hemos realizado multitud de campañas locales y nacionales por la independencia, la emancipación de las clases populares, la defensa del medio ambiente y la libertad sexual y de género. Siempre desde una óptica joven y destinada a los jóvenes».

Para completar la semblanza, no estará de más indicar que Maulets se estructura mediante asambleas locales y comarcales, cuyo máximo nivel de representación es una mesa nacional. En la línea, pues, de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), si nos ceñimos a la política catalana, o de Batasuna, si ampliamos algo más el círculo. Y, en cuanto a la militancia, Buch calcula en su libro que la de Maulets andará rondando el millar de personas -el resto de las organizaciones: Endavant, CAJEI, PSAN y MDT, todas juntas, a duras penas alcanzan esta cifra-. Otra cosa, claro, es el número de simpatizantes que consiguen movilizar en las grandes ocasiones, es decir, el 11 de septiembre en Barcelona o el 25 de abril en Valencia. Y otra, aún, la amplificación que los hechos de los que son protagonistas obtienen en los medios, sobre todo en la radio y la televisión autonómicas, siempre tan proclives a ensalzar lo propio.

Un delincuente casi iletrado

Y otra, en fin, el grado de influencia que sus postulados han adquirido en determinados ámbitos, como por ejemplo en la universidad, donde sindicatos estudiantiles afines, con el beneplácito de los distintos órganos de gobierno, ejercen una verdadera tiranía ideológica, hasta el extremo de que profesores como Fernando Savater o Gotzone Mora no han podido pronunciar una conferencia allí donde un delincuente cuasi iletrado como Arnaldo Otegi ha podido expresarse con absoluta libertad.

En el fondo, si bien se mira, el paisaje descrito no difiere demasiado del que ofrece, desde hace décadas, el País Vasco. Es verdad que en Cataluña, a Dios gracias, no existe ninguna ETA. Y es verdad que, al contrario de lo que ocurre con el mundo de Batasuna, el independentismo radical catalán no tiene quien le represente en el Parlamento autonómico. Pero también lo es que, en este segundo aspecto al menos, las cosas están empezando a cambiar. O eso parece. En las últimas elecciones municipales las Candidatures d'Unitat Popular (CUP) obtuvieron unos resultados discretos -una treintena de concejales, la mayoría en la Cataluña profunda-, pero sensiblemente mejores que los de 2003. Y las CUP son la marca electoral de este (sub)mundo del independentismo extraparlamentario.

Por otra parte, al aumento experimentado por dichas candidaturas de unidad popular en el ámbito local no es ajena la crisis interna de ERC. No sólo la ya tradicional entre el sector de Josep-Lluís Carod y el de Puigcercós, sino también la ocasionada por la aparición de la corriente crítica encabezada por el ex consejero de Gobernación de la Generalitat, Joan Carretero. Para cerciorarse de hasta qué punto unos y otros compiten por un mismo espacio electoral, basta consignar los gestos respectivos a raíz de la quema de retratos del Rey en Gerona. Así, mientras representantes de las CUP mostraban en el Colegio de Periodistas de Cataluña su apoyo a los primeros procesados -su manifiesto llevaba por título, en catalán, «Nosotros también quemamos la corona española»-, un diputado, un jurista y un líder asociativo de ERC, pertenecientes los tres a la corriente carretera, se apresuraban a autoinculparse como pirómanos en una comisaría de los Mossos d'Esquadra. Está claro que, aquí, el que no corre vuela.

Doble personalidad

Y es que ERC, por mucho que lo intente, no puede sustraerse a los vaivenes de esa doble personalidad que le acompaña desde que abrió sus puertas, hará un par de décadas, a la panda de activistas callejeros encabezada por Colom, Carod, Benach y compañía, y que hace que un día aparezca como un partido de gobierno, con todo lo que ello conlleva, y al día siguiente como un movimiento de carácter asambleario cuyo máximo sueño es subvertir el orden establecido e instaurar una República Catalana. De ahí que en el partido militen muchos jóvenes a los que nada o casi nada separa de los que integran Maulets y demás organizaciones afines. Esta misma semana, sin ir más lejos, hemos podido comprobarlo con la detención de dos miembros de las juventudes de ERC acusados de fabricar el artilugio de porexpán con la foto del presidente de Ciutadans, Albert Rivera, y la bala incrustada en su frente, y de enviarlo a su domicilio. Y, si bien la dirección del partido ha anunciado de inmediato la expulsión de ambos descerebrados, la noticia no ha hecho sino confirmar lo porosas que pueden llegar a ser las fronteras entre los distintos grupos o grupúsculos independentistas.

Aunque tal vez todo sea mucho más sencillo y se reduzca, al cabo, a una estricta cuestión de transversalidad. La del nacionalismo, que, con la ayuda de la izquierda más o menos radical, va socavando, poco a poco, los pilares de esta democracia nuestra, lo mismo en Cataluña que en el conjunto de España. En este sentido, el independentismo, sea cuál sea su color -no olvidemos que Convergència también posee su porción-, no deja de constituir una excrecencia. Y, como toda excrecencia, tiene tratamiento. Ahora sólo falta que alguien se lo quiera aplicar.

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