Juan Belmonte, dueño de su destino

Fue el amo en el ruedo y quiso ser también dueño de su destino. Aquel 8 de abril de 1962 Juan Belmonte se enfrentaba por enésima vez a la muerte que nunca temió. Pistola en mano, alcanzó definitivamente la eternidad que se había forjado en los cosos. «Sólo te falta morir en la plaza», le dijo un día Valle-Inclán. «Se hará lo que se pueda», respondió el torero.
En los anales de la Tauromaquia consta que lo intentó. Asustaba ver a Belmonte delante de los toros. Como un cazador furtivo que no conoce la veda, pisó terrenos inexistentes hasta entonces; de ahí que marcara un antes y un después en el toreo. Fue un revolucionario que dictó sus propias leyes en la arena, cánones grabados para siempre en la historia taurina. Belmonte quebró el axioma de «o te quitas tú, o te quita el toro», vigente hasta su irrupción. Sus largos brazos -su físico no era el más ideal para ser torero- llevaban a su rival por donde no quería ir. «Quien lo quiera ver, que aligere», espetó El Guerra. El Pasmo de Triana -aunque nació en la calle de Feria de Sevilla, se crió en el barrio trianero- sobrevoló los nidos más altos hasta llegar, gracias a la armonía que inundaba el albero cada vez que toreaba y a una personalidad arrolladora, a una cima insospechable que bordeaba el abismo.
Son innumerables las virtudes del llamado «Terremoto», pero sin duda fue la consagración del temple una de sus grandiosas aportaciones. Su corazón y sus muñecas guardaban el secreto. «Templar es poner la tela a tono con la arrancada de cada toro; como un «tocaó» pone la guitarra, entonada, con la voz de cada «cantaó»», explicó en su día a Félix Moreno de la Cova. Siempre en pequeñas dosis: sus faenas, impregnadas de sentimiento, no superaban los veinte pases -qué lejanas quedan esas cifras de las alcanzadas por la torería actual-. «El que quiera más, que venga mañana».
Gallistas y belmontistas
Y la España -que era toda la España de aquel tiempo-, dividida entre gallistas y belmontistas (una vez retirados Machaquito y Bombita), volvía. Su toreo conmocionó al público. Gregorio Corrochano lo cuenta así: «Si Joselito llevaba el toreo en la cabeza, Belmonte lo llevaba en el corazón. No queremos simbolizar en el corazón la valentía, sino el sentimiento. El toreo de Joselito asombraba por su maestría, por su extensión, por su dominio, por su difícil facilidad para solucionar cuantos problemas plantea el toro en la plaza. El toreo de Belmonte sorprendía por todo lo contrario, por inexplicable: inquietaba por imposible, dolía verle torear. A Goya le faltó en su Tauromaquia la cara de las multitudes viendo torear a Belmonte». Surgía así la Edad de Oro del Toreo, la competencia entre dos amigos de concepciones distintas, que, en ocasiones, se fundían en una sola.
Hicieron el paseíllo por vez primera juntos en Madrid el 2 de mayo de 1914. También en el mes de las flores, en 1920, compartieron por última vez cartel. Veinticuatro horas más tarde, el día 16, mientras Belmonte jugaba al póquer con unos amigos, le comunicaron la trágica noticia: «A José lo ha matado un toro». Parecía imposible que al «invencible» le hubieran propinado una cornada mortal. «Lloré como no he llorado nunca en la vida», asegura en la extraordinaria biografía escrita por Manuel Chaves Nogales. Juan se quedó solo. Desnudo y con la misma soledad que lo envolvía de niño, cuando saltaba los cercados y toreaba con la luna de testigo en Tablada. En las marismas, como su madre lo trajo al mundo, nacieron sus primeras medias verónicas, verónicas de seda. También sus naturales de terciopelo, desviando al toro por el camino que no quería ir. Era la maravilla del prodigio belmontino. Toreo puro y sincero, el auténtico. El misterio del arte.
Sin duda, el hijo del quincallero fue un genio, un artista que se codeó con los intelectuales de la época. Pérez de Ayala, Valle-Inclán, Julio Camba y Sebastián Miranda, entre otros, sentían profunda admiración por Belmonte. Tanto cuando lo contemplaban ante el toro, como cuando departían en interminables tertulias y disfrutaban de su inteligencia y punzante ingenio. El maestro trianero era en sí una expresión de arte. No en vano, ha sido uno de los espadas de mayor plasticidad para los pintores.
El inmortal apretó el gatillo
Y frente al cuadro en que Ignacio Zuloaga cinceló el ser de Belmonte, dijo adiós a la vida. Aquel 8 de abril de 1962 amanecía la primavera en su finca sevillana «Gómez Cardeña». Olor a azahar y a jazmín, el perfume que despertaba su íntimo deseo de acariciar a una mujer. Pero las facultades físicas y las prescripciones médicas le prohibían demasiadas cosas. Su vida iba ya camino de las tablas a pesar de que fue un torero encastado y bravo. La muerte, como el mar a la isla, susurraba noche y día una melodía sin fin. Y Belmonte, el inmortal, apretó el gatillo.
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