Rey serás, si actúas rectamente
Un tratado medieval sobre la Monarquía europea asignaba a los monarcas un doble cuerpo simbólico,perecedero el uno, incorruptible, divino, el otro. Sin embargo, los Reyes de España -al contrario de
Un tratado medieval sobre la Monarquía europea asignaba a los monarcas un doble cuerpo simbólico,perecedero el uno, incorruptible, divino, el otro. Sin embargo, los Reyes de España -al contrario de los de Gran Bretaña o Francia- han tenido que contentarse, a lo largo de su historia,con ser plenamente humanos. Si los Reyes franceses son los ungidos del Señor, los milagreros descendientes de San Luis, los españoles no han aspirado más que a ejercer el poder temporal con las mismas armas y mejores argumentos que sus súbditos. Esta naturaleza temporal y cotidiana de la Monarquía española, más militar que sacerdotal, más cercana al mundo y sus contingencias que a la divinidad ha ahorrado a sus representantes el vía crucis de otras majestades europeas cuando la libertad y la igualdad para hacerse efectivas tuvieron que desacralizar el poder monárquico. Al carecer de cuerpo inmortal, los Soberanos españoles pudieron ser desposeídos de su corona sin el trágico requisito del cadalso o la guillotina de los ingleses y franceses.
En España los Reyes superaron el desafío de la Revolución con argucias meramente humanas, transigiendo y luego imponiendo, como Fernando VII, o imponiendo y, más tarde, marchándose, al estilo de su hija Isabel II. Siglos antes, en una época en que se halagaban los oídos reales con teorías sobre el origen divino de su poder , los españoles, por medio de Francisco de Vitoria, aguaban la fiesta monárquica abriendo camino, sin embargo, al desarrollo del derecho internacional. En pleno proceso de fortalecimiento del poder real, Juan de Mariana defiende la existencia de leyes nacidas del pueblo, cuya modificación sólo puede hacerse con el consentimiento de la comunidad. De otra forma, la Monarquía degenera en tiranía, contra la que los súbditos están autorizados a defenderse.
Ni se ungen, ni se coronan, los Reyes de España ofrecen el aspecto hondamente humano de los guerreros, los burócratas o los cazadores de mirada prensil con pocas ganas de viajes por los itinerarios del cielo. Nada hay de divino en el retrato de Felipe II, patrón del mayor Imperio de la cristiandad, ni en la retina de su pintor Sánchez Coello al vestirlo de sombría negritud y de impasible talante. Entre grises y sepias, su coetánea Isabel de Inglaterra oculta, en cambio, su naturaleza mortal con la complicidad del anónimo artista de la National Gallery londinense que la ve como Astrea, la diosa de la Justicia. Pisa la tierra Carlos III, retratado por Mengs, respondiendo en su sincera frialdad al ideal progresista de su reinado y hay un verismo justiciero en la estampa vulgar de Carlos IV y su familia transmitida por Goya. Los españoles del primer tercio del siglo XX conocían bien a un extrovertido Alfonso XIII, que confió su popularidad, no recompensada políticamente, al ejercicio de un sentido madrileño de la frase graciosa o la ocurrencia castiza. Esta singular relación de los súbditos con la Corona explica que la historia de España manifieste una veta anticlerical pero no antimonárquica,en sentido estricto, aunque ésta se proyecte en la difusión de un vago espíritu republicano, equiparado a un anhelo de mayor democracia y libertad. No podía ser de otra manera en un país donde tampoco existía un hondo sentimiento monárquico, capaz de suscitar la emoción contraria.
Rey serás si procedes rectamente, no lo serás en caso contrario, dejó escrito Horacio señalando el principio de legitimación del poder monárquico. Así también lo han entendido los españoles de hoy al enjuiciar al Rey Juan Carlos. Recuperada en 1975 la Monarquía, supo ésta reconvertir su deuda franquista en crédito democrático gracias a su protagonismo en la conquista de las libertades individuales y colectivas.Por vez primera en la historia de España, un Rey promueve la limitación constitucional de sus poderes y no pretende gobernar. Sólo lo hizo durante dos años cuando la democracia naciente necesitó de su autoridad para desguazar la política heredada, que le obstruía el camino. Luego reinó, nada más. Ni camarillas palaciegas, ni validos, ni privilegios... ni otras legitimidades que las nacidas del servicio de la Corona al Estado social y democrático de derecho. Más que en la continuidad histórica, la Monarquía de Don Juan Carlos encuentra la razón de su legitimidad en la utilidad práctica respecto del bienestar de los españoles.
Después de 32 años de reinado, que no de gobierno, Juan Carlos I sin apenas potestas ha conseguido alcanzar el máximo de auctoritas gracias a su labor impulsora de la libertad, la justicia, la igualdad o el pluralismo político y cultural. Para una gran mayoría de españoles la democracia no hubiera sido posible sin la presencia y la actuación del Rey, con lo que en poco tiempo su prestigio logró rehabilitar la institución que representaba, demostrando su capacidad de adaptación a las exigencias actuales. El 23 de febrero de 1981 los militares que tomaron por la fuerza el Congreso confundieron el clima del país. En España podía reinar el desencanto, la apatía,incluso la indiferencia, podía respirarse angustia ante la crisis económica y rabia frente al terrorismo y las exigencias nacionalistas pero no malestar con la democracia. Los tiempos eran otros y ajenos a la realidad, los golpista sucumbieron a sus quimeras. Por su decidido rechazo de la sublevación, Don Juan Carlos y Doña Sofía redoblaron su apoyo popular y hasta merecieron el elogio de viejos corazones republicanos.
Cuando desde comienzos de los noventa la irresponsabilidad y el olor a dinero sucio fundamentan la percepción negativa que los españoles tienen de la función pública, la imagen de Don Juan Carlos mantiene la esperanza de la regeneración última de España. Saben los ciudadanos que el Rey está volcado en la lucha diaria por impulsar la convergencia nacional y llenar de contenido conceptos como el de los derechos humanos o la igualdad, cumpliéndose el anhelo de Cánovas para quien la Monarquía «no podía estar tan alta que se perdiera entre las nubes».
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