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Los carteles que el tiempo se llevó

POR CRISTINA ALONSOFOTO IGNACIO GILMADRID. Siempre de corbata y bata amarilla, con su pequeño perro Macías siguiéndole a todas partes, la vista de Alberto Pirongelli se pierde recordando historias en

POR CRISTINA ALONSO

FOTO IGNACIO GIL

MADRID. Siempre de corbata y bata amarilla, con su pequeño perro Macías siguiéndole a todas partes, la vista de Alberto Pirongelli se pierde recordando historias en su gran estudio de pintor, que más bien parece un decorado a medio montar de una película con protagonista incierto.

Entre viejos stands de feria, cuadros aún por terminar y habitáculos de madera para salvar los óleos del polvo, en las paredes, un triunfante Calígula habita sobre un enorme perfil fantasioso y nocturno de varios edificios emblemáticos madrileños. A pocos metros de Tom Cruise, o mejor dicho, de Jerry Maguire, la que fue la niña de sus ojos: Penélope Cruz. Sin olvidar a un amarillento Roy Schneider justo en el momento en que empuña una pistola para matar al Tiburón que sembró el pánico en las playas de medio mundo en 1975. Pero la estrella absoluta del lugar es, sin duda, el enorme John Wayne de Río Bravo, que mira de reojo a su creador desde hace casi medio siglo.

La tez de Marilyn

Las manos de Pirongelli, último cartelista en activo de los cines madrileños, lograron obtener de una simple tela una piel aterciopelada para Marilyn Monroe o un blanco inmaculado para la túnica de Gandhi, cuyo cartel recuerda con especial cariño: «Estuvo en el cine Callao, era enorme, de unos 30 por 12 metros. Al año siguiente, Hollywood seleccionó una imagen de ese trabajo para las presentaciones que hacen allí las televisiones con motivo de los Oscar». Pero, lamentablemente, estas pinturas fueron tan seductoras como efímeras.

Casi todas sus obras, al igual que las de sus compañeros, acabaron en las cloacas. Cuando los carteles regresaban de las fachadas de los cines al taller, se desclavaban las telas, se lavaban y se «reutilizaban ochenta mil veces». Una vez limpias, a volver a empezar. «En los sumideros de los pilones se perdieron los amores de Humprey Bogart y la rebeldía de James Dean», explica, tristemente, el pintor, quien ya de niño, en su pueblo de Badajoz, machacaba plantas y flores en busca de tinta. Su único lienzo eran, por aquel entonces, las paredes de las cuadras de su casa, que decoraba con temas religiosos.

El encuentro con Don Benito

A los 13 años una pequeña travesura marcó su trayectoria profesional. «Me atreví a entrar en el despacho de Don Antonio Cidoncha, de Don Benito, un empresario de los tres cines que tenía el pueblo. Le hizo gracia mi atrevimiento de niño y me dio un «presbu», que era como llamábamos a la información ilustrada que mandaban las productoras de cines. Era de la película «Simba», la historia terrible de una leona acorralada por una tribu».

No dijo nada en casa. Sin más, cogió una sábana de la cama y en la cuadra, a escondidas, hizo el que sería su primer cartel gracias a las tintas que le proporcionó un amigo droguero. «Gustó al empresario y sirvió de propaganda en la fachada del cine Rialto de Don Benito. Esto fue, creo recordar, en 1955», explica. A cambio de 300 pesetas a la semana, el empresario le contrató como cartelista.

Viaje a la Gran Vía

Alberto Pirongelli fue autodidacta hasta los 17 años. Después, emprendió rumbo a Madrid con los ojos puestos en la Gran Vía, la avenida que, en aquella época, otorgaba el éxito o el fracaso. «Encontré trabajo en el taller de David Huelmo, en 1959. Él fue mi maestro. Para mí era el más grande, siendo él muy pequeño de estatura. Era grandioso verle pintar, tenía un dibujo perfecto y bellísimo y con el color era auténticamente magistral, valiente de pincelada y académico hasta la absoluta perfección. Chocábamos constantemente pero ha sido y es alguien a quien quiero profundamente y a quien estaré siempre agradecido», reconoce el pintor, de 65 años.

Su último cartel fue hace cuatro años, y prefiere no recordarlo. «Para mí fue algo previsto, pero muy duro. Sin duda fue el último cartel clásico de la escuela de cartel de Madrid», sostiene. El cine Palacio de la Prensa de Gran Vía o el Roxy siguen luciendo pequeños carteles en su entrada, pero «no tienen nada que ver con los de antes». Son sólo un simple sucedáneo de sus antepasados.

El gran museo urbano

Los grandes cartelistas convirtieron el centro madrileño en un impresionante museo urbano durante las décadas de los 60 y 70. «Por aquel entonces, y sin duda alguna, la escuela de cartel de Madrid era admirada en toda Europa y Estados Unidos. En la Gran Vía y en Fuencarral había carteles que eran verdaderas lecciones de arte, ¡lástima que no se supo ver a nivel institucional!», sostiene el cartelista, quien compartió pincel con artistas que se vieron obligados a refugiarse en el cartel ante la imposibilidad de exponer en salas de arte por su pasado político. «Para nosotros, el «pensamiento único» sólo se podía dar pintando la dulce ternura de Jean Simmons», comenta.

Las manos de un cartel

Durante los años dorados del cartel madrileño muchas manos trabajaban para que, cada jueves, y muchas veces en sólo una noche, las nuevas fachadas de los grandes cines encandilaran al público. Carpinteros para hacer los bastidores, clavadores de tela cuyas herramientas eran las tachuelas negras y el martillo, dibujantes de carboncillo, rotulistas que daban a cada título su personalidad, ya se tratara de una película bélica, de selva, de kárate, comedia, terror...

Pero pintores, los grandes artesanos que lograban extraer en una imagen el alma de una película, había pocos: «Maestros, maestros, tal vez se pudieran contar con los dedos de las dos manos».

Maestros que encontraron en la impresión digital sobre lonas de grandes tamaños la pena de muerte. «Se fueron supliendo los espacios con bastidores luminosos, con los affiches que sólo costaban 70 pesetas», recuerda el artista. Además, la proliferación de las minisalas -sin espacio para dar cabida a 5, 6 o 10 carteles- y la corta vida de una película en los cines también obligaron a Alberto Pirongelli y camaradas a reconducir su oficio. Hoy, el pintor realiza todo tipo de pintura artística, tanto para interiores como para exteriores, en colaboración con Sanca, una empresa de comunicación.

Aunque ya no realiza carteles cinematográficos, algunos de los últimos trabajos de Pirongelli siguen estando presentes en muchas calles madrileñas, a la vista de todos los que, intencionadamente o no, claven sus ojos en ciertas paredes. Él es el autor de algunos de los trampantojos -grandes pinturas murales que buscan engañar a la vista y que decoran medianerías del casco histórico- más conocidos de la capital: la fachada de la plaza de Puerta Cerrada, la calesa de Montera, la verbena de la carrera de San Francisco, una peluquería en San Bernardo...

La tela que no pintó

El cartel que ya no podrá pintar, pero que sí soñó hacer cuando vio la película, tendría la misma ubicación y medida que el que elaboró para la película Gandhi, pero su protagonista sería otro: el general Máximo, interpretado por Russell Crowe en Gladiator. «Me imagino a ese general extremeño de mi querida Emérita Augusta dando lección de honor a Roma. Casi lo veo pincelada a pincelada, fuerte y honesto, con sus principios éticos... Qué bonito sería hacerlo...», confiesa. «Pero ya no podrá ser», apostilla.

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