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El crimen de Cuenca

La intrahistoria de un error judicial sobre un falso asesinato

El Tribunal Supremo edita un libro, que esta semana ve la luz, sobre los procesos célebres que ha seguido. ABC adelanta un capítulo

La intrahistoria de un error judicial sobre un falso asesinato ABC

NATI VILLANUEVA

El muerto estaba vivo, pero cuando apareció dos personas ya habían cumplido dieciocho años de cárcel por un supuesto crimen que no habían cometido. La fragmentación y aislamiento del medio rural a principios del siglo pasado, el ánimo de venganza, el abuso de autoridad y la presión social a un jurado que quiso un veredicto implacable fueron el caldo de cultivo del error judicial que supuso el denominado crimen de Cuenca .

Es uno de los sucesos de la llamada crónica negra que forma parte de «Los Procesos célebres seguidos ante el Tribunal Supremo en sus doscientos años de historia», un libro editado por el BOE que se presentará en el Alto Tribunal el próximo jueves con motivo de las Jornadas de Puertas Abiertas que comienzan ese mismo día y se prolongarán hasta el sábado.

El crimen de la calle Fuencarral, los crímenes de Jarabo , el asesinato de Eduardo Dato, los sucesos de Casas Viejas , los atentados contra Alfonso XII y Alfonso XIII o las causas contra Miguel de Unamuno son algunos de los casos que integran la obra dirigida por el magistrado Jacobo López Barja de Quiroga.

Condena injusta

Todos los procesos recogidos en estos dos tomos, en total 39 capítulos, tienen algo en común: por su trascendencia social o política generaron una gran repercusión mediática y, además, en cada uno de ellos el Tribunal Supremo tuvo la última palabra. En este caso, en el crimen de Cuenca -capítulo al que ha tenido acceso ABC-, el Alto Tribunal proclama la necesaria rehabilitación de la fama de dos vecinos que, bajo coacciones, se «confesaron» autores de la muerte de un pastor para cumplir 18 años de cárcel como «mal menor».

La condena de ambos a la pena de muerte se daba por segura «en una sociedad cainita, caciquil, analfabeta y aislada de su entorno».

El 21 de agosto de 1910 Ramón Grimaldos desaparecía en Osa de la Vega (Cuenca) sin dejar rastro. Por las montañas y rincones de la provincia de Cuenca empezó a correr la versión de que había sido asesinado. El encono popular señaló como autores de aquella «muerte» a las dos últimas personas que habían visto con vida al pastor: León Sánchez y Gregorio Valero. El caso se había archivado, pero llegó a la localidad un nuevo juez de instrucción, Emilio Isasa, que intentó construir la acusación sobre los cimientos de los rumores.

Cambio de rumbo

Los acusados negaron en todo momento la autoría del crimen, pero el 27 de abril de 1913, por hechos que se conocerían con posterioridad, tanto Sánchez como Valero cambiaron su versión y cuadraron una nueva con visos de credibilidad: «Tenían intención de robar a José María, de modo que Gregorio lo llevó al palomar y una vez allí lo golpeó con una garrota, propinándole Gregorio una puñalada. Respecto al destino del cadáver, convinieron echárselo a una gorrina que tenía Gregorio que era bastante grande, para lo cual lo trocearon. Luego machacaron los huesos y los quemaron, declarando Gregorio que León se llevó la cabeza en un pañuelo de los llamados moqueros».

La defunción de Grimaldos se inscribía en el Registro Civil de Osa de la Vega con fecha 11 de noviembre de 1913, haciendo constar que «la muerte se produjo entre las ocho y media o nueve de la noche del día 21 de agosto de 1910 en el Palomar de Virgen de la Vega a consecuencia de haber sido asesinado por Gregorio Valero y León Sánchez». En la inscripción de defunción, una nota: «No ha podido ser identificado el cadaber (sic) por no haber sido hallado».

La causa siguió su curso y desembocó en el juicio, que se celebró el 25 de mayo de 1918. Duró siete horas, de las cuales el jurado apenas invirtió media en resolver el futuro penitenciario de los acusados: «Ambos dieron muerte a José María Grimaldos, en acción conjunta y provistos de garrote y cuchillo».

«No estoy muerto»

La intervención del Tribunal Supremo en la causa tiene su origen en un hecho que causó estupor en la época: la aparición con vida del pastor. La noticia trascendió porque el párroco de la localidad de Tresjuncos había recibido una carta en la que se le solicitaba la partida de nacimiento de Grimaldo porque iba a casarse. El juez ordenó que se detuviera y condujera a su juzgado a la persona que había solicitado ese documento. La sorpresa fue mayúscula cuando fue el propio Grimaldo quien compareció. Era 19 de febrero de 1926. El pastor explicó al juez que ese 21 de agosto de 1910 «ni se despidió de su amo ni se llevó su ropa porque se iba a los baños de La Celadilla con ánimo de volver a los pocos días». Luego, dijo, cambió de opinión y se fue a la localidad de Camporrobles (Valencia), donde estuvo durante los años transcurridos, trabajando en distintas casas como pastor o en la vendimia. Tenía mujer e hijos y ahora quería casarse. Grimaldo no sabía la suerte que habían corrido León y Gregorio. Del primero aseguró que «siempre fue bueno con él»; del segundo, que apenas lo había tratado. Manifestó también que había escrito una carta siete u ocho años atrás a su hermana, que no se dignó a contestarle. Lo sorprendente es que se sabe que esa carta llegó a su destino. Y nadie dijo nada.

«Arrancada con violencia»

La noticia de la aparición de Grimaldos se convierte en noticia de primera página en todos los periódicos de la época. El 29 de marzo de 1926 el Ministerio de Gracia y Justicia dictaba una Real Orden en la que sostenía que había «fundamentos bastantes» para estimar que la confesión de León y Gregorio «había sido arrancada en el sumario mediante violencias inusitadas» y que habían existido «descuidos e infracciones procesales» durante la tramitación de la causa. Ordenaba al fiscal que interpusiera ante el Supremo un recurso de revisión.

Con los acusados ya en libertad condicional, el Alto Tribunal hizo por primera vez una interpretación flexible de este recurso, y en su sentencia (10 de julio de 1926) afirmó que, aunque para interponerlo los condenados tendrían que estar en la cárcel, «repugna a la conciencia negar al que cumplió una condena injusta la íntima satisfacción de verse rehabilitado (...). En un proceso fallado con error evidente, la revisión es más humana, más necesaria y más conforme a los fines sociales y de justicia».

¿Qué fue de ellos?

A los pocos días de publicarse esta sentencia, a raíz de la cual se intentó, sin éxito, depurar responsabilidades, falleció el juez de instrucción. La prensa de la época atribuyó la muerte a una angina de pecho, pero años después se descubriría que fue un suicidio. El forense que asistió a los detenidos durante su declaración ante la Guardia Civil -y que llegó a ser condecorado con la Cruz de Beneficiencia por su actuación en el procedimiento, como informó ABC el 9 de julio de 1927- acabó siendo juzgado por emitir un certificado en el que indicaba que los arrestados no presentaban signos de violencia. Fue absuelto. Veinte años después confesaría en una entrevista que presenció cómo se les «golpeó infamemente». También se salvaron los tres guardias civiles que tomaron declaración a León y a Gregorio y el secretario judicial, acusados de amenazas, coacciones y falsedad.

Respecto a los protagonistas de este lamentable error, «tampoco puede decirse que la sociedad y el Estado fueran muy generosos en reparar los daños causados». En 1929 ambos obtuvieron un empleo como guardas del Ayuntamiento de Madrid, y en julio de 1935 el Gobierno les concedió una pensión vitalicia de 3.000 pesetas anuales con un efecto retroactivo de cinco años.

Los acusados recibieron la noticia de la indemnización con una humildad extrema. El 28 de agosto de 1935, la revista «Mundo Gráfico» recogía las palabras de Gregorio: «Al cabo de tantos años, ante lo irreparable de nuestro calvario, y después de bien probada nuestra inocencia, ni mi compañero ni yo queríamos que por culpa nuestra se castigase a nadie. Por lo que a mí respecta, las pesetas que se nos dan las acojo con cariño porque sirven para aliviar la situación económica de mi casa (...)».

La intrahistoria de un error judicial sobre un falso asesinato

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