En la muerte de Adolfo Suárez: el adiós al expresidente une a todo el arco político
La imagen de Rajoy, González, Aznar y Zapatero unidos en el homenaje al expresidente fue el último servicio de Suárez a la democracia española

Los Reyes solo lloran cuando no queda más remedio. Cuando muere el padre; cuando la vesania pone una bomba en el vientre de España; o cuando un amigo se va. El domingo se fue «Adolfo», como familiarmente le llamó Don Juan Carlos en su pésame. Por eso, durante los 25 minutos que el Rey estuvo ayer ante el féretro de Adolfo Suárez (1932-2014), el político al que levantó de la siesta un achicharrante verano de 1976 para ofrecerle ser presidente, pareció detenerse el tiempo. Pero los Reyes pueden hacer muchas cosas menos detener el tiempo. Aunque el retrato en sepia que espejó la Carrera de San Jerónimo podía llevar a la confusión: ayer no era 1976, ni 1977... Ni siquiera 1981, cuando los dos pilotos de la Transición se conjuraron para no borrar las páginas democráticas virtuosamente escritas por los españoles. Al lado de la Familia Real, las ojeras de Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero, los tres presidentes que Suárez logró reunir como último servicio al bien común, parecían la demostración más brutalmente humana de que el tiempo nos ha vapuleado. Hasta los recuerdos de la Infanta Elena, sentada discretamente cerca de su padre y de su madre, la llevaban seguramente a pasear por los juegos infantiles que compartió, junto a sus hermanos Felipe y Cristina, con unos chicos, ayer definitivamente huérfanos. Como los españoles.
Eran las diez de la mañana y Madrid parecía toda ella un salón de pasos perdidos. Perdidos y silenciosos. Tanto, que si uno aguzaba el oído podía escuchar el tañer de las campanas de Cebreros, que doblaban a muerto por su hijo más querido. El protocolo del Estado, engrasado por el prematuro anuncio del fallecimiento, sacó brillo a sus dignidades, lustrosas no obstante desde que en 2008 el sucesor de Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo, muriera sin contar el secreto de la presidencia más corta y convulsa de la historia de España. A esa hora, ya espera Rajoy junto a su esposa, Elvira Fernández, en la puerta de los Leones, abierta para las honras fúnebres. Ambos visten de luto. Tristes ambos, pintados de negro en la ropa y en la cara. El último presidente se inclina respetuoso ante el féretro del primero. El primoroso ciclo de la democracia. Después, el saludo de todas las autoridades del Estado y, especialmente, de tres de ellas, descatalogadas por esta España que no sabe dónde colocar ni los jarrones chinos ni el sentido de Estado ni los años cumplidos. Dispuestos por orden de mandato, González, Aznar y Zapatero (el único con corbata de topos y no completamente negra) intercambian saludos y hasta alguna sonrisa. Por un momento, el Congreso no parece el Congreso. Ni España, España. El expresidente popular, en medio de los dos socialistas: al primero lo defenestró en 1993; el segundo, le arrebató el poder a su partido en 2014. Un envidiable soplo de política americana, marcada por la lealtad institucional y la altura de miras, obra el milagro. Más de uno tiene que frotarse los ojos: no son Carter, Clinton y Bush, convocados por Obama. Son González, Aznar y Zapatero, convocados por Rajoy. O por Suárez, sobre todo por Suárez, cuya familia espera, serena y cansada, a los pies del ataúd del padre y abuelo.
Fuera, la congoja de los madrileños por la pérdida del único presidente que se quedó a vivir en la capital tras su salida de Moncloa, se traduce en el cielo velazqueño de los mejores momentos, humedecido por una lluvia fina que parece enviarnos la sierra de Gredos, donde nació Suárez. Pero cuando uno está esperando para atravesar la puerta de los Leones desde las cinco y media de la mañana, como María Gracia, la lluvia no es óbice. Una larga fila que da la vuelta por el Museo Thyssen hasta llegar al Banco de España, en Alcalá, rocía de buenos propósitos y de nostalgia la almendra central de la capital. La joven, a la que le toca entrar en la segunda tanda, está nerviosa. « Yo no viví aquella época -dice la veinteañera con determinación- pero mis padres sí . Hoy están de viaje y me han puesto un watshapp para rogarme que fuera en su nombre. Mi padre me mata si no lo hago».
El Rey y los expresidentes
Uno, dos, tres... el guardia perfectamente uniformado cuenta las remesas de madrileños y visitantes que van a ir pasando a la Cámara Baja. Pero todavía queda un rato. Las autoridades siguen dentro. Los expresidentes tienen tiempo para comentar la insoportable levedad del ser: no hablan de política, ni de España... hablan de los nietos. Eso cuenta Zapatero, el único que no los tiene: «Todo ha ido bastante bien; Aznar y Felipe han estado hablando de los nietos». Su antecesor, el exjefe del Gobierno popular, va más allá: «Este país ha tenido pocos presidentes en democracia y sería bueno que además de pocos fuésemos bien avenidos y pudiéramos dar de vez en cuando algunos ejemplos como el de hoy».
Don Juan Carlos es el único que habla con todos con la normalidad institucional y la cercanía personal que da compartir responsabilidades trascendentales y mucho pan ácimo. Ya son cerca de las once y los Reyes saludan a los tres jefes de Gobierno. Es de los pocos momentos que se toma el Monarca para sonreír y estrechar las tres manos por las que pasó nuestro horizonte y un futuro que ya es presente. Todavía le queda un trago duro: el abrazo al otro Adolfo, con el que Zarzuela ha tenido hilo directo durante estos tiempos de silencio. «Una gran pena» , resume el Rey. Acompañado por su mujer Isabel Flores y sus hijos, Suárez Illana se deshace en agradecimiento al jefe del Estado, que coloca sobre el féretro envuelto en la bandera nacional que abrigó a izquierda y derecha durante aquellos fascinantes años, el Collar de Carlos III.
El hijo mayor porta durante toda la mañana, entre su mano y el pecho, el Toisón de Oro, máxima condecoración de la Casa del Rey, que Don Juan Carlos entregó personalmente al expresidente en su casa de Aravaca en 2008 y que ha de ser devuelto. De aquella mañana quedan muchos recuerdos para las dos familias y uno solo, pero no pequeño, para el resto de españoles, la foto de Don Juan Carlos y Suárez caminando por el umbroso jardín de La Florida. Al unísono. Quizá en esa foto de la vida desatenta de Suárez reparan ambos cuando se despiden. Hoy los restos de Suárez, que fueron velados toda la noche, partirán hasta la catedral de Ávila, donde se celebrará una misa córpore insepulto. Posteriormente, será enterrado en el claustro de la catedral, muy cerca del presidente del Gobierno en el exilio durante la II República, Claudio Sánchez-Albornoz. Allí esperan al político abulense los restos de su esposa Amparo Illana.
Los que no salen en la tele
La maltrecha España, perfectamente colocada en la fila que serpentea la calle Alcalá, cuenta ya los minutos para homenajear al presidente. Uno halla en esa estrecha cola a periodistas, toreros, tertulianos, reporteros del «Sálvame» y, venturosamente, a la sociedad que no sale en la tele ni se indigna a machetazos. La misma sociedad que, en palabras del homenajeado, «tanto me quiere pero no me vota», en sus años postreros del CDS. La misma y lúcida sociedad que vio venir la Transición y ahora ve morir a su artífice y con él, lo mejor que tuvimos: la conciliación y el acuerdo.
Aquella que cree ver un cuadro antiguo, en blanco y negro (las camisas blancas y las corbatas negras ayudan), cuando avanza hacia el salón de pasos perdidos. Una pareja de jubilados se acerca a ABC para preguntar quién es esa persona que tanto les suena de la época en la que ellos querían, pero «también votaban» al primer presidente. Les doy a elegir entre Fernando Álvarez de Mirada, Landelino Lavilla, Miguel Herrero de Miñón, Alfonso Osorio o Soledad Becerril, allí presentes todos. Tengo la sensación de que les he proyectado el telediario que presentaba Pedro Macía. Todos los rostros les eran conocidos. La pareja que forman Sara y Luis no saben que en esos Consejos de Ministros, donde se sentaban los asistentes al sepelio, se decidió por ejemplo la jubilación que hoy cobran. Y hasta su futuro. Y el de sus nietos. A duras penas, la democracia los conserva pese a los envites de la crisis y de la izquierda antisistema y ruidosa que asuela España.
Son casi las doce y uno de sus representantes, Cayo Lara, se apresta, recién terminada la ceremonia de autoridades, a hablar en la puerta del Congreso ante un micrófono colocado para arañar aunque sea 20 segundos, de la primera edición del telediario que prepara Pilar García-Muñiz a pocos metros de la puerta del Parlamento. Vestida también de negro, como todos los presentadores y reporteros de cuantas televisiones pululan por los platós de la calle, en un rapto de respeto y etiqueta que nos reconcilia con el buen gusto. Pero era Cayo Lara el protagonista. Sin corbata ni el debido protocolo, vuelve a regañar a los españoles por lo mal que lo hacemos. Como luego hará Artur Mas pasadas las dos, deshilachando, con su llamada al diálogo para consumar el desafío independentista, la adhesión en torno a Suárez. O Pujol.
Están a punto de llegar los Príncipes de Asturias y la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría. Vienen los tres de Bilbao, donde han despedido a otro hombre, éste nacionalista, que supo entender y querer España. Como si el bucle de la vida y la muerte hubiera abrochado los fallecimientos de dos políticos «como ya no los hay», en palabras de Manuela, la madre de un discapacitado, con el que espera la fila para entrar a decir adiós a Suárez.
La hilera de gente se desmadeja cuando pasa por el Museo Thyssen, donde una exposición de Cezanne concita el interés de los turistas japoneses que preguntan sorprendidos por la persona que ha sacado a las calles nuestra alma más fértil. No sé cómo explicarles tanto en tan poco. Se me ocurre un par de palabras: es España.
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