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Un nuevo paradigma monetario

Los máximos representantes de los bancos centrales han tomado gusto a su nuevo papel de «Ejecutivo sombra»

por juergen b. donges

Antes de estallar la crisis financiera global en 2007 y de irrumpir tres años después la crisis de la deuda soberana en la zona euro , los principales bancos centrales aplicaban sus políticas monetarias con independencia de los gobiernos. Habían sacado la conclusión correcta de la elevada inflación en los años setenta, que no hizo más que llevar a numerosos países al estancameinto económico con crecientes niveles de desempleo: prestarle atención prioritaria a la estabilidad del nivel de precios a medio plazo. Para ello establecieron objetivos directos de inflación o intermedios de crecimiento monetario. Este monetarismo friedmaniano nunca fue del agrado de aquellos políticos y funcionarios sindicalistas que eran (y son) partidarios de recetas keynesianas de expansión de la demanda y que les molestaba si el Banco Central apretaba las riendas monetarias en vez de aflojarlas. Y no faltaron, ni siquiera en Alemania cuando el Bundesbank todavía era autónomo, las injerencias políticas en dicha independencia. Pero esos intentos fueron generalmente infructuosos. Pues la autoridad monetaria tenía un gran aliado, la ciudadanía del propio país, que entendía perfectamente que la independencia frente al Ejecutivo era imprescindible para el anclaje de unas expectativas de estabilidad de precios favorables al crecimiento económico y al empleo. En consecuencia, el Tratado de Maastricht requería de los países aspirantes a la moneda única que se concediera la independencia política a sus bancos centrales que todavía no la tenían (entre ellos el Banco de España). Además postuló para el nuevo Banco Central Europeo su independencia con el mandato claro de estabilidad de precios -lo que contribuyó mucho a que la entidad adquiriera en poco tiempo una elevada reputación internacional, y el euro en competencia con el dólar también-.

Hoy la situación es otra. No porque los bancos centrales hayan recurrido a medidas no convencionales para estabilizar el sistema financiero y amortiguar en la medida de lo posible la recesión económica. En una situación de emergencia, como la vivida, la autoridad monetaria y el gobierno tenían que tirar de la misma cuerda, mediante la provisión de liquidez y estímulos fiscales, respectivamente. Pero una vez controlada la crisis habría que restablecer la división de trabajo entre Banco Central y Ejecutivo. Esto no está ocurriendo. Al contrario, tanto la Fed como el BCE, entre otros, aplican programas de compras de bonos del Tesoro en los mercados secundarios con el fin de suavizar el coste de la refinanciación de deuda pública y de la emisión de bonos corporativos. Ben Bernanke ha anunciado que lo hará hasta que la tasa de paro laboral se haya situado por debajo del 6,5% (actualmente roza el 8%); la condición formulada -que la tasa de inflación no supere el 2,5%- probablemente quedará en papel mojado si en el momento dado persiste un desempleo excesivo. Mario Draghi ha dejado claro que las llamadas «transacciones monetarias abiertas» serán en principio ilimitadas hasta que haya desaparecido completamente el peligro de una fractura de la zona euro y las primas de riesgo incorporadas en las rentabilidades de los bonos estatales periféricos vuelvan a niveles normales y libres de elementos especulativos. Como correligionario de este paradigma monetario se ofrece el nuevo presidente del Banco de Japón, Haruhiko Kuroda, que pretende aplicar una política monetaria ultra expansiva y generar una devaluación del yen con el fin de fomentar la exportación. En la misma dirección parece querer caminar el próximo gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, que simpatiza por perseguir un objetivo de crecimiento del PIB nominal, en vez del de inflación, como hasta ahora.

El nuevo paradigma monetario tiene dos caras. Una es que los bancos centrales han cedido a las presiones políticas de los gobiernos. La otra es que sus máximos representantes le han tomado gusto al papel que desempeñan de hecho como «Ejecutivo sombra» -sin legitimación democrática alguna, dicho sea de paso-. Con ello se da una carta blanca a los políticos, los bancos y los inversores financieros. Por eso están todos tan contentos en el Consejo de Gobierno del BCE, todos menos el presidente del Bundesbank, Jens Weidmann, que sin apoyo de la canciller Merkel se opone abiertamente a esta política, creo que con razón. Pues el precio de entregarse a la merced de los gobiernos es alto: la entidad monetaria renuncia a su mayor activo, su independencia. La Fed o el BCE son al mismo tiempo poderosos y débiles. Ya no vale lo que el primer presidente del BCE, Wim Duisenberg, dijo sabiamente ante los intentos de intromisión política: «Les oímos, pero no les escuchamos». Ahora realizan el trabajo sucio que los gobiernos no quieren hacer con determinación y tenacidad en vista del elevado coste político que acarrean los recortes del gasto público, las subidas de impuestos y las reformas estructurales en la economía real, empezando con el mercado laboral.

El camino que han emprendido los bancos centrales ha contribuido a tranquilizar a los mercados financieros, sí. Pero que nadie se lleve a engaño. El actual período de complacencia no será eterno, dada la fragilidad del nuevo paradigma monetario. Al acercarse mucho los bancos centrales a la financiación de Estados crean incertidumbre sobre la futura política presupuestaria. Al quedar eliminado el tipo de interés como único mecanismo eficaz para controlar el gasto público, mejorar la eficacia recaudativa en el sistema tributario e incentivar las necesarias reformas estructurales en la economía se programan el cansancio reformista y unos repuntes inflacionarios que con tipos de interés real negativos provocarán burbujas especulativas en los mercados financieros e inmobiliarios. Al perseguir una forzada devaluación del propio tipo de cambio puede producirse una guerra de divisas en la que, como la observación histórica demuestra, solo hay perdedores. En la zona euro, el BCE no puede hacer desaparecer la deuda pública y bancaria existente, tampoco puede subsanar las deficiencias estructurales que lastran la economía y eliminar la falta de productividad y competitividad de numerosas empresas. Se tendrá que conformar con redistribuir los riesgos de impago por parte de un país entre los contribuyentes de los demás países del área. En resumidas cuentas, es difícil concebir el nuevo paradigna monetario como un fuente fecunda de creación de confianza en el futuro valor del dinero que tenemos y en el de nuestros ahorros.

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