ópera
Una dramaturgia de la era Mortier
Balance de los dos años del Teatro Real bajo las órdenes del director artístico belga, ahora relevado por Joan Matabosch

Al Teatro Real siempre le han gustado los golpes de efecto . Esta es quizá la única cosa que ha permanecido inalterable a lo largo de su historia. En sus principios genéticos hay empresarios arruinados, arquitectos fulminados, inundaciones, explosiones , lámparas que caen. En definitiva, un cierto poso de inquietud que, aun desconociéndolo, se palpa en el ambiente. El último damnificado ha sido su director artístico , sustituido estos días con las mañas habituales, mezcla de enredo sainetesco e intriga versallesca.
Pero no es cuestión ahora de volver sobre los malos modos empleados en echar a quien llegó acunado por artes similares. Tan sólo de hacer un breve balance de los últimos dos años, plenos de elocuencia y apasionamiento , soberbios en su materialización y desconsiderados con el entorno. Porque lo primero fue negar el pasado. En lo más nimio suprimiendo de los programas de mano la cronología de los títulos representados o manipulando el lenguaje para magnificar una «nueva puesta en escena en el Teatro Real », en referencia a algo que no era otra cosa que una reposición. En lo llamativo, imponiendo unas ideas que fueron definitivas en Salzburgo, en el Ruhr, ¿en París? , pero que ahora apuntan a lo anacrónico, como aquel iniciático «Eugenio Oneguin» de Tcherniakov, prólogo para un postrero «Don Giovanni» estrafalario y enrevesado.
Remover conciencias
Llama la atención cómo, una y otra vez, se ha magnificado el aspecto escénico/visual de las obras presentadas. La razón es sencilla: para esta dramaturgia de la programación el teatro/ópera interesa si remueve conciencias , algo que sólo es posible hacer desde el texto, por sí mismo o reinterpretado por otros. Y algunos de los más preclaros intérpretes de este pensamiento trascendental que supone la glorificación definitiva del director de escena han pasado por Madrid, mientras muchas primeras figuras del canto y la dirección musical tienen pendiente una visita.
La mezcla de confusión y arrogancia tenía un bonito fin de fiesta: «A quien no le guste es su problema»Los casos abundan. Mediado abril de 2011 se programaba una ópera digna de recuperarse: el «Rey Roger» de Szymanowski. Desde días antes los comentarios fluían sin dar tregua, a borbotones, correspondiendo al ansia de los medios, siempre ávidos por deglutir la cascada de ideas que límpidamente brotaba desde esa fábrica del pensamiento en la que se había convertido el Real. Nada era casual pues en la estrategia estaba preparar al público ante la genialidad. Y esta, cual aparición sobrenatural, llegó encarnada en el director teatral Krzysztof Warlikowski.
Se escucharon entonces confusas ideas a propósito de un imaginario escénico que pretendiendo ser de todos sólo iba ser para iniciados («hay cosas que es mejor no explicar»), y en el que destilando cierto afán mesiánico («tiene que sacudir nuestros valores») obligaba al pensamiento único («que no piensen que la ópera es sólo para divertirse»). La mezcla de confusión y arrogancia tenía remate con un bonito fin de fiesta: «A quien no le guste es su problema». No se refería a la obra sino a su propio trabajo, que era lo importante.
Lo español
Con ese talante también se ha manejado lo español sometido a la noble idea de establecer relaciones con Europa y América del Sur, buscando españolidad en obras irrefutables y no en principios nacionalistas. «Montezuma» de Graun, increíble en el argumento, desproporcionada por la realización de Valdés Kuri y sosa en la musicalidad de Garrido, fue la primera tangente para evitar entrar en el meollo de nuestras miserias. Cuesta creer que no se haya podido encontrar ni una partitura medianamente digna de escucharse entre el apabullante legado de nuestro repertorio operístico. Nada que pudiera ponerse al lado del turístico «Ainadamar», de la levedad de «Il postino» o de la bien hechura de «I due Figaro» de Mercadante.
Por cierto, fue una buena noticia que este lo trajera Riccardo Muti y su «compañía» afianzando la idea del despegue internacional de la institución cuyo combustible se enriqueció con el potente perfil mediático de la «performer» Marina Abramovic o de Philip Glass, «The Perfect American». Pero, ¿llamar la atención significa ser importante? No, si tan sólo se amplifica el riesgo con el que unas veces se tocó en el hueso de «Choeurs», varias se lograron momentos soberbios reuniendo «Iolanta» con «Persephone» , o «Il prigionero» con «Suor Angelica», y en otras se subió al limbo a «San Francisco de Asís».
El caso es que, desde muy pronto, todo ha sido escamar al público con las declaraciones de su director artístico en las que, a la defensiva o al ataque, pero siempre de manera explícita (un mérito digno de reconocerse), arrasaba con todo . Los propios espectadores, lo primero. Conmigo o sin mí, tal era el dilema. Si se optaba por lo segundo, allá cada cual (lo voceó Warlikowski), y si por lo primero tan sólo había que compartir sin recato la tozudez de muchas ideas trasladadas al escenario.
Sólo así se explica la presencia de aquel «Rey Roger» en una producción que ya en 2009 se columpió en París, o la del genial Herbert Wernicke firmante de «El caballero de la rosa» que previamente había pinchado en Salzburgo. Allí, por culpa del público burgués, y, aquí, del nuestro, sin bagaje aunque capaz de jalear entusiasmado el buen teatro de Michael Haneke y su «Così fan tutte» . Según se dijo, porque coincidió con el Óscar a su última película. Entonces: ¿se aplaude o no se aplaude? Aunque sólo sea por cortesía, habrá que esperar al desarrollo final de un proyecto que las circunstancias dejarán a medias y que ayer inauguró su última temporada.
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