sucesión de gerard mortier en el teatro real
El arte nacional
El actual director artístico tan seguro de sus buenas intenciones que hasta ha declarado su deseo de fundar dinastía

Tenía que acabar mal lo que mal empezó. Estos días son las declaraciones altisonantes, las explícitas amenazas , los florentinos trasiegos, la imposición y la premura. Antes lo fueron las malas formas disimuladas bajo la intención de convertir el teatro en un espacio abierto a la excelencia y erigirlo en referencia internacional. Sobre estos principios se pergeñó la sustitución del anterior equipo artístico. Fue hace tres años y a la tormenta de aquel cambio, injusto por lo torticero del método empleado, siguió la marejada de una cotidianidad que al día de hoy no acaba de relajarse ni de repartir el prometido maná.
Disentirán de esta afirmación quienes tienen interés directo en la cuestión. Por ejemplo, el actual director artístico, tan seguro de sus buenas intenciones que hasta ha declarado su deseo de fundar dinastía. Pero no debe verlo así el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, que también es parte interesada, y tanteaba desde junio a los posibles sustitutos del director. Quizá porque entiende que hay disfunciones entre los objetivos declarados y los logros conseguidos, verbigracia una última temporada de relativo calado artístico, unos datos de asistencia que valoran con gran aparato la cantidad y no la calidad de las butacas ocupadas, y una interpretación contable que tiene sus flecos a tenor de las distintas versiones que se han difundido por los medios.
El problema es que el cambio llega de nuevo ensombrecido por la sinrazón del procedimiento. Es decir que en lo forzado de las formas se atisba, una vez más, la endeblez de un fondo que sería necesario armar sobre principios lo suficientemente consensuados como para hacer del Teatro Real un verdadero fortín cultural. De ser así no quedaría al libre albedrío de cualquier mente preclara la decisión final sobre la viabilidad de un proyecto pedagógico , la necesidad de facilitar medios de promoción profesional a los intérpretes y a los creadores españoles, de hacer cantera con el repertorio o de ser generoso en la programación m ás allá de los principios (gustos) personales.
Son más las razones, pero de momento vale con estas desarrolladas a vuela pluma. Tiempo habrá para seguir puntualizando una historia que, leído el prólogo, promete entretener. Porque en eso, todos saben que el Teatro Real nunca falla.
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