LIBROS
«El héroe discreto», de Vargas Llosa: culebrón cervantino
Entre Cervantes y «Las mil y una noches», entre el cuento de hadas y la novela policial se mueve «El héroe discreto», de Vargas Llosa. Diálogos perfectos, riqueza léxica, humanidad a raudales

Si la novela no es solo contar una historia, sino cómo se cuenta, Mario Vargas Llosa, con «El héroe discreto» , ha escrito una novela ejemplar a la manera cervantina; a la manera en que Luis Mateo Díez, al conmemorar en «Ínsula» los trescientos años de las «Novelas Ejemplares» de Miguel de Cervantes, las describe como: «Unas historias que compaginan con frecuencia la ironía con la desgracia, el humor con la desolación […], las estratagemas para alcanzar la felicidad suelen encadenarse con la valentía y la inteligencia». Es el relato puro, la sencillez y la claridad, sin añadiduras ni barroquismos.
La novela es una catedral erigida sobre un bosque de palabras en la composición perfecta de cada frase. La cita de Borges que abre el libro es una de las claves: «Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo». Es el hilo de Chesterton, que une los laberintos en los que se verán abocados los entrañables personajes que desfilan con sus desconsoladas peripecias y avatares.
Un limeño culto y un provinciano laborioso
«El héroe discreto» es la celebración del sentido común
«El héroe discreto» muestra un arranque arquetípico de la novela contemporánea hispanoamericana, la presentación de un personaje y el ambiente que le rodea en una atmósfera que airea un cierto costumbrismo, tratado magistralmente, con un toque de ironía y un delicadísimo minimalismo que hace de la historia un cuento de hadas, y, en ocasiones, una novela policial, situada en un ámbito doméstico, cotidiano, ya sea en la localidad peruana de Piura o en la capital, Lima.
Son dos historias paralelas, las de Felícito Yanaqué y Rigoberto, unidas por ese hilo invisible que romperá los enigmas del laberinto en el que ambos personajes se encuentran. Un limeño culto, enamorado de Europa (Rigoberto), y un provinciano humilde, laborioso y honesto (Felícito).
«Dios mío, qué historias organizaba la vida cotidiana –se asombra Rigoberto de lo que le está ocurriendo–, no eran obras maestras, estaban más cerca de los culebrones venezolanos, brasileños, colombianos y mexicanos que de Cervantes y Tolstói, sin duda. Pero no tan lejos de Alejandro Dumas, Émile Zola, Dickens o Pérez Galdós.»
El dibujo de una araña
Vargas Llosa recupera personajes entrañables de otras obras, como Rigoberto, el sargento Lituma y tantos otros que aparecen como un relámpago, a la manera galdosiana, y se cruzan entre las novelas; así, escribe un soberbio culebrón cervantino, a través de la exquisita orfebrería verbal puesta en juego.
Vargas Llosa consique que los diálogos sean perfectos, adecuados al personaje
«El héroe discreto» es la celebración del sentido común. Un sentido común que en los tiempos presentes parecería revolucionario –este es uno de los asuntos centrales de la obra–. Porque aquí se describen como lacras impenitentes: el sensacionalismo periodístico, el gusto brutal por el escándalo, los comportamientos inmorales (que uno no debe desvelar porque es otro de los elementos vertebrales que servirán de nexo a las dos historias paralelas), las anticuadas diferencias sociales y la pérdida de la dignidad, incluso en el seno de la propia familia.
Todo ello compone los rasgos y los trazos de una sociedad envuelta en la tormenta de su propia descomposición, pero que alberga en lo anónimo de su seno seres entrañables como los dos protagonistas (la divisa que le legó a Felícito el bueno de su padre es no dejarse pisotear nunca). La historia del chantaje al que someten a Felícito unos supuestos mafiosos, que firman sus amenazas con el dibujo de una arañita, y la traición de Miki y Escobita, los hijos del empresario Ismael Correa, en la que se verá envuelto Rigoberto, ejecutivo de la empresa de Correa, exhiben cómo dos hechos surgidos de la voluntad irrefrenable de obtener dinero fácil determina la vida de los otros, y cómo la prudencia y la honestidad resisten los embates irracionales del peligroso juego de vivir a costa de los demás.
«Ché, gua»
Vargas Llosa, como su admirado Alejandro Dumas, consigue que los diálogos sean perfectos, precisos, adecuados al personaje. Cada uno, Felícito, Rigoberto, Lucrecia, Ismael, Armida, Miki, Escobita, Fonchito, Adelaida, Lituma, el capitán Silva, Gertrudis, tiene su propia voz y el lector se envuelve en la música de la conversación y pasa cada página con el anhelo de que nunca termine, de quedarse ahí, a escucharlos, con una riqueza léxica memorable que recuerda por qué el español es más moderno que el castellano.
Y, al fondo, el cariño, también cervantino, por los personajes
La novela se sigue como si uno asistiera a una película de acción, lo cual es otra de las grandiosas paradojas que encierra «El héroe discreto», porque al cabo lo que se cuenta es la vida misma. De ahí el carácter discreto que se le asigna a nuestro héroe. Cervantes, y la luenga estela de «Las mil y una noches», están presentes a lo largo de todas sus páginas; valga un episodio en el que se conjugan ambas tradiciones: la historia dentro de otra historia, envuelta en otra historia. Algo así como las muñecas rusas. Aquí el momento en que Lituma le cuenta el desenlace del oscuro chantaje al capitán Silva; este se lo describe a Felícito; Felícito a Adelaida y alguien (ese narrador que todo lo sabe) al lector; estas páginas dan cuenta de la manera extraordinaria en que Mario Vargas Llosa domina los misterios de la ficción y el arte de la novela, con un final tan sorprendente como maravilloso por inesperado.
Y, al fondo, el cariño, también cervantino, por los personajes. No se recrea en su desgracia, sino que nos conmueve. De toda la imponente obra del Premio Nobel, esta es una de esas historias en las que el uso de una profunda melancolía brilla como un potente faro de humanidad y compasión. Una novela ejemplar en la que, sí, la desgracia, el humor, la desolación y la ironía surgen en cada frase fundidas y confundidas, como hace ahora trescientos años –lo recordaba Luis Mateo Díez– escribiría Cervantes. «Che, guá.»
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