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EL ÁNGULO OSCURO

CAUSAS

JUAN MANUEL DE PRADA

A los hombres de nuestra época les ocurre un poco como a los niños, que quieren averiguar el porqué de todo

UN sinfín de hipótesis sobre las causas del accidente de tren de Santiago se despliegan por doquier, en noticieros y tertulietas, también en las llamadas «redes sociales», que desde luego son redes en las que los imprudentes y los calenturientos se quedan atrapados (ni siquiera faltaron quienes, nostálgicos tal vez de una juventud perdida, pensaron que el accidente de Santiago les permitiría reverdecer los laureles del 13-M, reclamando «un Gobierno que no nos mienta»). Desde las hipótesis más conspiranoicas de primera hora hasta las erudiciones estupefacientes y sobrevenidas de última (hay tertulianos que ya hablan de los sistemas de seguridad ferroviaria ASFA y ERTMS con la misma soltura con la que desgranan los papeles de Bárcenas), todo el empeño periodístico del momento consiste en averiguar las causas del accidente.

A los hombres de nuestra época les ocurre un poco como a los niños, que quieren averiguar el porqué de todo. Sólo que los niños, cuando inquieren las causas originarias de las cosas más fútiles, lo hacen porque intuyen que, bajo su apariencia inane o rutinaria, hasta las cosas más fútiles esconden misterios insondables. A los hombres de nuestra época, por el contrario, les ocurre que no soportan que el mundo esconda misterios insondables, porque les dijeron que el progreso, la ciencia y la técnica explicaban todos los misterios; y cuando el misterio los roza con su aleteo de murciélago viscoso, necesitan que cualquier charlatán o experto, provisto de un arsenal de erudiciones técnicas (ciertas o apócrifas es lo de menos) se lo explique, de tal modo que lo que en principio parecía misterioso resulte —para su alivio— puramente mecánico.

Yo no tengo ni puñetera idea de las causas de este accidente, ni noción alguna de esos sistemas de seguridad tan sofisticados que los tertulianos manejan con el mismo desenfado que las pantallas táctiles de sus tabletas. Pero he viajado mucho en tren, y no se me escapa que, desde que Renfe asumiera —por farruquear— el compromiso de devolución del importe del billete en líneas de alta velocidad, se ha extendido mucho entre los maquinistas la costumbre de «recuperar el tiempo perdido», cada vez que el tren sufre un parada imprevista, por avería o por motivos de circulación (y no sólo, por cierto, en líneas de alta velocidad). Yo he llegado a tener parones de más de una hora que se redujeron en destino a apenas media; y esto se logra porque el tren, una vez reparado o restablecida la circulación, marcha a mucha mayor velocidad de lo aconsejado, lo cual sospecho que sólo se logra desconectando esos sistemas de seguridad tan sofisticados sobre los que los tertulianos son peritos.

No sé si este afán de «recuperar el tiempo perdido» (en una línea, por cierto, que está hecha de retales, con un trazado que alterna vías de muy diversas épocas) tendrá que ver con el accidente. Pero el hallazgo de la causa no servirá para espantar del alma las grandes preguntas, ni para llevar consuelo a los familiares de las víctimas. Pero nuestra época tiene miedo a las grandes preguntas; de ahí que, cada vez que la trastorna un hecho luctuoso, convoque esos ridículos minutines de silencio, que son «padrenuestros de la nada», como en cierta ocasión los designara Ruiz Quintano. Ante una hecatombe así, los hombres religiosos rezan y los hombre irreligiosos blasfeman; pero los minutines de silencio no son de hombres, sino de monicacos que tienen miedo a los misterios insondables, mientras esperan –eunuquizados y estólidos—que cualquier charlatán o experto les apedree las meninges con erudiciones técnicas, no importa que sean ciertas o apócrifas.

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