UNA RAYA EN EL AGUA
EL VAGABUNDO HEDONISTA
Tenía Moustaki un encanto de vagabundo escéptico, tierno y hedonista, un aura romántica de exiliado sentimental
ANTES que nuestros cantautores fue la chanson . En los años cincuenta y sesenta los franceses reinventaron el género de la balada melódica con un sesgo intimista y desgarrado que provenía de la sacudida intelectual del existencialismo. Aquella generación de artistas excepcionales, de sombría sentimentalidad dramática —los Brassens, Piaf, Brel, Leo Ferré, Juliette Greco—, produjo una influencia decisiva en la música popular del siglo XX que se proyectó a toda Europa desde las míticas salas del Olimpya en Capucines y del Bobino en Montparnasse. Un cóctel de lirismo inconformista y melancolía filosófica que acabaría convirtiéndose, en el 68, en la banda sonora de la rebelión urbana.
George Moustaki no tenía la intensidad ácida de Brassens, ni la profundidad de Ferré ni el patetismo de Brel, pero su identidad mediterránea y su limpio fraseo musical le permitieron crear un estilo mestizo de mayor alcance populista. Paisano de Kavafis, se trajo de Alejandría y de Corfú los ecos rasgados del buzuki y un aire bohemio y ácrata de golfo tierno. Tenía un encanto sensible, hedonista y romántico, de vividor trashumante, de exilado moral, de vagabundo sibarita. Fue el gran cantor moderno de la soledad, que para él no era un sentimiento de dolor ni una punzada de aislamiento ni un estado de desamparo sino la amable compañera de su eterna independencia, el marco de su autorrretrato de desterrado pasional, la indeclinable pareja de su sentido de la aventura.
Lo recuerdo en la Sevilla de los años noventa, vestido de blanco y con sandalias, envuelto en un halo de veterano seductor cansado pero tirándole los tejos a unas ninfas veinteañeras encandiladas con su tentadora sonrisa de pastor griego. Aquella inmortal «gueule de metèque», la pinta de extranjero que convirtió en logotipo de una marca personalísima cargada de complicidades sentimentales. Fuera del escenario era o representaba el papel del mismo juglar pícaro y errante que utilizaba la guitarra para arracimar a las mujeres en torno al fuego lánguido de su mirada lejana. Era un poeta de aflicción algo impostada al que se le notaba el hábito de construir un personaje de truhán amable, de trotamundos escéptico, de antihéroe de vuelta de mil desengaños. Pero disponía de un arma de atracción infalible: el tono cálido, empático, envolvente de unas canciones cargadas de memoria emocional recitadas con una sensibilidad magnética y el hechizo vocal de una sugestión incombustible.
Le ha tocado morirse el mismo día que Steve Forrest, el popular jefe de los hombres de Harrelson, que le ha solapado los obituarios en las páginas culturales y lo ha mandado casi a un desván memorial donde se ensordece su necesario homenaje. En esa buhardilla de la conciencia colectiva sonará en un viejo tocadiscos su voz sedosa de trovador ambulante, de granuja simpático: «Non, je ne suis jamais seul…avec ma solitude…»
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