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ABC Cultural

Celebración del español global

por manuel lucena giraldo

Mientras aquí permanecíamos paralizados por la polémica del pinganillo en el Senado, ahí fuera el mundo y la vida siguen su curso. Amanece que no es poco, y tras solventar cada día las acometidas de los resentidos contra el patrimonio común, la única política posible resulta la aplicación del principio de realidad. Este impone unas restricciones que el populismo no puede suscribir, pues aporta una lujosa transparencia en los debates que importan. Aunque no debería serlo, el derecho y el deber de uso del idioma español constituye uno de ellos. No podía ser menos en esta España que camina hacia atrás en su normalización, lanzada como parece hacia el siglo XIX, o todavía más lejos. Puestos a ofrecer ejemplos de la liquidación de exitosos procesos de modernización, mediante la instalación en el imaginario social de relatos de rencor, desconsuelo, melancolía y falaces «memorias históricas», tenemos uno destacado. Pero más allá de estas miserias, la cultura en español, la vida y las palabras del idioma, construyen nuevas e insospechadas perspectivas. Por eso es tan importante pensar en las realidades del español global.

El escritor barcelonés Mauricio Wiesenthal dio una excelente clave cuando señaló que «el español es más moderno que el castellano». Este remite a apenas un 4% de los usuarios de un idioma que no es europeo, sino americano, hace mucho tiempo. Que se escapó hace rato del alcance de quienes en España y Europa lo marginan, pues forma parte de la globalización como segundo idioma universal. Después de México, Colombia y Estados Unidos, la antigua metrópoli, España, es el cuarto país en número de usuarios. Pero el dato estadístico se debe completar con lo cualitativo. En México los indígenas exigen enseñanza en español para no seguir siendo ciudadanos de segunda clase, marginados y pobres.

En Colombia se fomentan industrias culturales, del libro al culebrón, en español para todos los continentes. En Estados Unidos, el prestigioso analista Nicholas Christoff, dos veces premio Pulitzer, titulaba una columna en el New York Times: «Primero aprende español, luego estudia chino». Sus argumentos son muy interesantes, porque están basados en un ejercicio de prospectiva, no están lastrados por las ficciones de corto plazo que nos ahogan: son verdaderos y prácticos, dan de comer y crean puestos de trabajo. Tras constatar que el aprendizaje de chino -una lengua que él habla- acompaña a las clases de violín como símbolo de estatus, no duda en señalar «la suprema importancia de que nuestros niños aprendan español». ¿Motivos? Los hispanos representan el 16% de la población de Estados Unidos, pero en 2019 serán el 29%; las vinculaciones con la América hispana por negocios, turismo y jubilaciones se incrementarán; es una lengua que se puede adquirir mediante un esfuerzo razonable: «Aprender chino equivale a hacer una carrera, pero el español sirve en la vida cotidiana, tanto si eres mecánico como presidente».

Los razonamientos de Christoff hablan del mundo que viene, no del que se fue o nunca existió. Por eso dejan al descubierto demasiadas mezquindades. Desde la exigua financiación del Instituto Cervantes, a la pacata limitación de sus proyecciones culturales e institucionales. Y hasta el último fracaso en la defensa (¿?) del español en la UE, con la concesión a Hamburgo de la sede de la Fundación con América Latina. ¿Sabrán en la patria de la hamburguesa dónde se encuentra, o habrá que enviarles un mapa desde Sevilla, Cádiz o Tenerife, donde nació el acento del español americano, para que no se pierdan?

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