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crítica de música

Los fantasmas de Wernicke

El Teatro de la Zarzuela ha abierto este fin de semana su nueva temporada con el montaje «Ay, amor», que reúne «El amor brujo» y «La vida breve», ambas de Manuel de Falla

Los fantasmas de Wernicke

alberto gonzález lapuente

Una singular iniciativa ha dado forma al estreno de la nueva programación del Teatro de la Zarzuela , desde este momento definitivamente organizada por el director Paolo Pinamonti : un programa doble dedicado a Manuel de Falla a partir de la producción que, en 1995, realizara el director teatral Herbert Wernicke , uniendo «El amor brujo», en su versión original como gitanería, y «La vida breve», según se estrenó precisamente en la Zarzuela. Apunta este detalle hacia el carácter heterodoxo que el Teatro ha demostrado a lo largo de su historia, siempre pendiente del género que le da nombre y, en muchas ocasiones, atento a muy distintas músicas.

Entre ellas, las de Falla. Un repertorio en donde lo tópico trasciende la anécdota y se convierte en sustancia artística trascendente. Los argumentos a favor de esta idea son numerosos y están sobradamente estudiados. Tanto como las poderosas razones que construyeron el imaginario de Wernicke, fallecido hace diez años, tras dejar algunos lugares imprescindibles como este espectáculo a partir de Falla: limpio, puro, esencial , la obra de un maestro de la abstracción y la alegoría, que, siendo un enamorado de lo español, prácticamente sólo trabajó el repertorio en «¡Ay, amor».

Entre la realidad y la ensoñación

Se explica así que por la gitanería paseen los fantasmas de Wernicke: el torero y los niños jugando al toro, el guitarrista, el duelo y los encapuchados que dibujan lo consustancial al lado de la gitana que se transmuta en dos personajes, la cantaora y la bailaora. Este juego entre la realidad y lo ensoñado es una de las grandezas del espectáculo, el engarce que recrea «El amor brujo» y luego hace posible «La vida breve», una obra siempre difícil de trabar con coherencia. Wernicke lo logró desde la ausencia de materia, convirtiendo en eco lejano detrás de la escena muchas intervenciones del coro, con la única tensión del suelo inclinado, de un ciclorama colorista y de un telón negro que alerta sobre la tragedia durante la boda, en el momento de las danzas y el festejo.

«Juanjo Mena, imprescindible, es capaz de transitar desde lo delicdo a lo energético»

Desde esa perspectiva, «Ay, amor», reconstruida para la escena por Wendelin Lang , rueda con verdadera intensidad gracias a que en el foso se mantiene la vitalidad que en el escenario se crea. La labor del maestro Juanjo Mena es, en este sentido, imprescindible, capaz de transitar desde lo delicado a lo energético. La manera en la que engasta la partitura en el drama merece ser tenida en cuenta, aunque en el remate le falte orquesta por mucho que la ORCAM trabaje con verdadero entusiasmo. Es un problema de calidad de fondo, de enjundia, de ese plus de sustancia cuya ausencia alguien como Lola Casariego suple con buenas hechuras, regusto y, sobre todo, teatralidad. En el caso de Milagros Martín y Enrique Baquerizo todo esto es mucho más evidente. José Ferrero y Josep-Miquel Ramón resuelven con vigor, y los flamencos Esperanza Fernández y José Ángel Carmona con gran solvencia. Estos últimos apoyados en la megafonía, lo que crea una artificiosidad que el espectáculo no necesita. Porque si algo merece de «Ay, amor», tal y como se ve en el Teatro de la Zarzuela, es su capacidad para anular lo obvio en favor de «la palpitación íntima del drama y el rito», como gustaba a Falla.

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