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por carreteras secundarias

Ermitas de Babia, puentes de la Luna

Vamos dirimiendo no solo el viaje, sino nuestra condición: las viejas preguntas sin respuesta siguen en gran medida intactas

CORINA ARRANZ

alfonso armada

Dejamos el hotel fantasma de Villablino con la sospecha de que éramos los únicos clientes. Desde luego, en el comedor, decorado de forma tan atrabiliaria como el resto del establecimiento, no había rastro de otros huéspedes. Al mal café y la parva bollería le agregaron El Danubio azul . Daban ganas de echar a bailar entre las mesas para convertir el pequeno almoço en otra cosa. Antes de abandonar este pueblo feo sin más paliativos que las montañas que surgen de pronto al final de casi cualquier calle intentamos conseguir un ejemplar del libro que nos recomendó el guardia jurado del pozo de Santa Cruz del Sil: «El señor de Bembibre» . Pero no hay nada que hacer. Como nos confesó un librero/perfumero que tampoco lo tenía, el único librero decente de Villablino estaba de vacaciones en Islandia: “Emigró su hija y ahora le siguen los pasos todos los veranos”. Acaso nuestro destino vuelva a estar fuera de aquí. Triste sino.

Como nos dictaba don Evaristo, en Caboales de Abajo “tuvimos que desandar el camino por habernos extraviado”. Una mala interpretación del mapa por culpa del copiloto hizo que completáramos un verdadero bucle melancólico: regresamos al punto de partida, como si en el hotel de Villablino nos hubieran echado el mal de ojo. A veces los mapas no son más que petroglifos, laberintos que tratan de ordenar el enigma borgiano de la realidad, y más cuando se trata de carreteras secundarias, autonómicas y comarcales, vías pecuarias, pistas forestales y de concentración, que de todas hemos comido ya en nuestra búsqueda de un mapa de España que parece una huida hacia delante. En una librería que es más estanco en Robles de Laciana (por la CL-623 según el mapa, por la CL-626 según la realidad) confirmamos que vamos donde queremos y que no hay forma de hacerse con un ejemplar de «El señor de Bembibre»: “Uy, lo tuve hace muchos años”, dice la tendera.

Hacemos una parada técnica en Cabrillanes buscando coordenadas para entrar en Babia. En el bar Anita atiende Maribel a una batería de parroquianos, todos hombres, todos de pie, que nos aconsejan por dónde tirar para entender por qué los Reyes de León eligieron estos parajes para descansar del estré s que siempre sufren las monarquías. Cuando los cortesanos preguntaban a los ministros y edecanes dónde paraban los monarcas, solían decir: “Están en Babia”. La expresión pasó al lenguaje común e hizo tanta fortuna que sigue siendo valiosa para las derivas y torceduras con las que intentamos capear las andanadas que nos ha traído a los españoles el siglo XXI. Casi por azar nos dejamos seducir por una carreterita que lleva a Torre de Babia , y que se va sombreando a medida que nos acercamos al escueto casco urbano, por llamarle de alguna manera, y donde el agua permite que los árboles crean en sí mismos y alcancen envergadura. En una vuelta del camino, dos muchachas parecen recién plantadas por un ilustrador de cuentos: Caperucita y su hermana. Nos miran pasar quietas como estatuas de sal. Hay iglesia, un caballo, un perro y el Museo Etnográfico de la Trashumancia , cerrado a cal y canto, con horario de visita restringido y a pactar. Entonces caemos en la cuenta de que desde León empezaremos pronto a bajar camino de la Extremadura, como hacían los grandes rebaños en tiempos de la mesta.

Pegamos la hebra con dos mujeres sentadas en el jardín de la casa contigua, a la sombra de una sombrilla. Atraída por nuestra insaciable curiosidad, María Estefanía Suárez Pérez acaba acercándose a la verja, que hace las veces de confesionario. A sus 94 años, posa con la conciencia de que hacerse una foto y que la retraten no es cuestión baladí. No sonríe por mucho que se lo pidan su hija, Marcelina Álvarez Suárez, Marce, y la mucama dominicana, que no quiere salir en la foto por nada del mundo. Cosas del alma y de la fantasmagoría . María Estefanía tiene la mente despejada, aunque no siempre se deja domesticar. Pronto tuvo que abandonar la escuela para ayudar a su padre en el campo y con el ganado. Cultivó “lentejas, arvejas, garbanzos, trigo y centeno”, enumera como si jugara a la rayuela, y sigue: “Cuántas caídas llevé para dar de comer al ganado en la montaña. Pero bueno, resistí”. Salta a la vista. Su marido, mayoral que hacía el camino hasta Extremadura, dejó este valle en 1991. Tuvieron dos hijos, Marce, soltera, con quien vive en León, e Isaac, médico alergólogo en Santander, cuya pasión le llevó a montar el Museo etnográfico de la trashumancia partiendo la vieja casa solariega por la mitad. Aunque la hija nos hace entender que no compremos todo lo que vende (“enseñé a los nietos” –tiene tres- “a persignarse , a agregar y a repartir”), ella no se inmuta. “Me dicen que no hable con desconocidos”, pero parece ser lo que más le gusta. Que le hagan caso: “Tuve muchos pretendientes. Me eligieron miss en la escuela de Villablino” , apunta con una sonrisa pícara antes de volver a ponerse seria para que la retraten como ella quiere que la vean y la recuerden cuando llegue la posteridad.

Para acercarse a Huergas de Babia hay que volver por donde vinimos, pero optamos por hacer caso a Marce y acabamos tomando una pista que, entre sembrados, roquedos y choperas, liga los dos pueblos. El Seat Ibiza demuestra una vez más que esta hecho para todos los terrenos , como un potro dócil e incansable. Se hace de rogar Huergas, entre silvas y arbustos que hacen música con el capó. Pero todo llega, incluso cecina del restaurante Fuentesanta, no tan exquisita como la de Los Arándanos, pero se deja comer: pitanza de vaqueros, al jamón de la vaca se podía dedicar un tratado de filosofía. Tiene textura de cuero antiguo pero sabroso, acaso los argumentos de la vaca para las grandes cabalgadas bajo las estrellas. Carne que aguanta privaciones, para los pastores y los cow-boys que los españoles implantaron en la tierra de frontera que fue en otra era Tejas, Arizona, Nuevo México, California y todo lo que el yanqui se embolsó tras el tratado de Guadalupe Hidalgo, que puso fin a la guerra entre México y Estados Unidos.

«Somos como los chopos, cuanto más nos podan más hijos damos»

Ya nos habían avisado de que el palacio de Riolago estaba candado. ¿Durmieron aquí los reyes de León cuando empezaron a trabar lazos con Castilla? Por ventanos en forma de cerradura atisbamos el frescor del jardín, y en lontananza divisamos montañas desnudas , montes metálicos de la Sierra de la Filera, que acaso templaron melancolías y desesperos, desganas y cacerías. Para evitar los peligros de la pájara, que suele presentarse a la hora de la siesta en las carreteras y los eriales de agosto, paramos en Villafeliz de Babia, a orillas del río Luna, truchero y traslúcido. Enrique, hostelero que dobla de ganadero, o viceversa, hijo de Luis, que fundó el bar-restaurante donde pedimos un café, nos pone en antecedentes sin que tengamos que insistir. El cuento es viejo: “Este es el pueblo de las dos mentiras: ni es villa ni es feliz. Éramos treinta vecinos, quedamos diez” . Se queja de los clientes que tratan de buscarle las vueltas, del gobierno que parece querer acabar con los ganaderos como él, y de las prerrogativas de los mineros: “Villablino era el Oeste. Allí corría el dinero a espuertas. Nadie se preparó para el porvenir, y los sindicatos tampoco. Y así estamos”. Nos da la venia para que echemos una cabezadita en el prado al otro lado de la carretera, a la vera del río, donde la chopera: “Somos como los chopos, cuanto más nos podan más hijos damos”.

Las cumbres que de lejos parecían de metal aquí muestran rostros blancos: montes antropomorfos. Al llegar a Rabanal de Luna, retrocedemos, atraídos por una iglesia que nos salió al paso nada más abandonar Villafeliz de Babia, tras una curva que no era una metáfora. Levantada en la linde entre dos concejos, el de Babia y el de Luna, la ermita de Pruneda (bóveda de cañón, reminiscencias románicas y una espadaña que se mide con la fe que mueve montañas) se la disputan los vecinos de ambas localidades. Cada quince de agosto, sin embargo, nativos de Villafeliz y Rabanal hacen las paces y celebran la juntos la romería de la Virgen. Mandada construir, al parecer, por la familia de los Quiñones, condes de Luna, el templo contó con una cofradía de las ánimas, encargada de atender a los difuntos y velar por sus almas. Casi nadie se detiene, y no solo porque la curva en la que se levanta exige atención máxima a los asuntos terrenales, sino porque acaso nuestros afanes nos lleven siempre en pos de urgencias que no reparan en estas bellezas humildes que pautan los caminos en los que no sabemos qué nos vamos a encontrar.

El embalse de los Barrios de Luna sufre de las pocas nieves y menos lluvias del invierno pasado. De la lámina de agua asoman troncos que parecen bañistas levantando los brazos como horquillas, y los estratos de la orilla que, como una regla de medir la sed, va bajando escaños mes a mes. Marcas de una subasta invertida. Así llegamos como por ensalmo al puente de la Luna, también conocido como del ingeniero Carlos Fernández Casado. Levantado en 1983, sus 440 metros de punta a punta une Oviedo con León a través de la AP-66 con un sistema de hormigón pretensado que en su momento fue obra de vanguardia. Su airosa estructura, con la pauta musical de sus cables de sujeción, parecen un arpa a la altura del viento.

Entre ermitas y puentes vamos dirimiendo no solo el viaje, sino nuestra condición : las viejas preguntas sin respuesta siguen en gran medida intactas, aunque seamos capaces de corregir la naturaleza y sus rigores con cálculos de resistencia y de materiales que nos hacen la vida más cómoda. Como si pudiéramos controlar el porvenir. Salimos de Babia y entramos en Luna . Por la L-473, en una carretera en zig-zag desde la que dejamos atrás una estratigrafía de montes azules con la cuña del lago, plata quemada, en el punto de fuga. Así nos adentramos en la comarca de Pola de Gordón. Nuestro destino es Buiza. Si al menos encontráramos un equilibrio entre el misterio de las ermitas y la certeza de los puentes…

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