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Antología de Okano: Fiesta de la pintura en Cuenca

Antología de Okano: Fiesta de la pintura en Cuenca ABC

ANTONIO LÁZARO

Eran años en que lo más interesante de la ciudad ocurría en la parte alta. En los salones y tertulias de la parte baja, a la que hacía más de un siglo habíase trasladado la burguesía, se oían cosas más bien descalificadoras acerca de ese otro mundo de arriba:

-Hacen orgías desmadradas…

-Pues dicen que tal o cual pintor es un poquito…, ya me entiendes.

-Por lo visto, los artistas se oponen a la repoblación con pinos de las hoces.

(Esto, claro, dicho en el comedor de un ingeniero del Icona, era poco menos que una declaración de guerra. Para situarnos en un punto de cierta moderación o cordura, hay que decir que, si bien era desaforado el furor repoblador del instituto forestal, no menos cierto era el delirio estético de proponer para Cuenca un entorno de desolación prácticamente lunar.)

Subíamos a la plaza casi con la misma ilusión con que lo hacíamos para las turbas o la vaquilla. Hasta los que no sabíamos usar ni lápices ni pinceles y nos preguntábamos en nuestro fuero interno cómo es que habíamos podido aprobar dibujo artístico, en ocasiones incluso con notable. No digamos los miembros de la escuela autóctona que se había ido formando en el entorno del Museo de Arte Abstracto. La que comenzaron Nico Sahuquillo y Ángel Cruz desde el propio Museo, y prosiguieron por diversos medios y formas Carlos Pérez, Antonio Gómez, Simeón Sáiz Ruiz, Adrián Moya, Miguel Ángel Moset y algunos más.

En la plaza, ágora bohemia, oficiaban sus patriarcados grandes maestros y mecenas, entre los que destacaban por su presencia y su permanencia Fernando Zóbel, Antonio Saura y Antonio Pérez. Pero en los aledaños de la plaza tenían estudio y vivienda unos cuantos artistas de primer nivel. Si se examina el catálogo de trabajos del serígrafo, y también pintor, Javier Cebrián, se constata que en él figura lo más granado del informalismo español y de las principales tendencias vinculadas con la abstracción.

Al parecer, la policía o la brigadilla, no recuerdo bien (hablamos del tardo-franquismo, años 74 al 77, época en que había en España casi tantos policías de paisano como de uniforme), destacaban en los expedientes confidenciales el hecho de subir a la plaza y tratar con los pintores como sólidos indicios de peligrosidad y disidencia.

Entre los pintores de lo que llegó a llamarse «escuela de Cuenca», estaba Kozo Okano, al que todo el mundo llamaba no por su nombre sino por su apellido. Simplemente Okano.

Okano era japonés, lo que de por sí era bastante exótico y hasta insólito en una ciudad castellana de la época. Además era muy bajito y tenía alguna clase de malformación en las piernas que le hacía caminar como rotando sobre su propio eje. Se decía que había resultado afectado por la radiación posterior a Hiroshima y Nagasaki.

Okano practicaba una sonrisa cordial y social que era mucho más que protocolaria, siéndolo también desde luego. Y gustaba de compartir la compañía de toda clase de gentes, particularmente de jovenzanos, como entonces era el autor de esta crónica. Le encantaba chatear, que por aquel tiempo significaba compartir chatos de vino. Incluso a veces accedía a bajar a la ciudad nueva. Cuando se tomaba dos o tres vasos, liberaba la lengua y hacía bromas y comentarios cargados de sexualidad jocosa y jocunda. Se ponía, por decirlo a la manera antigua, un tanto sicalíptico. Recuerdo una vez en casa Reyes, desaparecido colmado de la Avenida República Argentina, donde servían unas gambas al ajillo memorables, que nos pusieron unos rábanos de aperitivo.

-Rabanitos, ¡buenos para pito!-exclamó Okano.

Era Okano un tipo profundamente cordial. Cuando llegó a Madrid a finales de los 60, se introdujo en el mundo del flamenco y fue a los tablaos un poco lo que Toulouse Lautrec había sido a los cabarés de París en la centuria anterior. En busca de un lugar tranquilo donde desarrollar su pintura, residió un tiempo en Toledo, pero al final se decidió por Cuenca, cuya luz lo atrapó para siempre. Instaló atelier y vivienda en una casa del barrio de San Martín, el núcleo cristiano primitivo de la Cuenca islámica. Y desde allí, se consagró por espacio de aproximadamente tres décadas a profundizar en su pintura. Una pintura irrenunciablemente oriental pero nimbada de esa luz alta y pura de Cuenca.

Hablando de pintura oriental, es remarcable la atracción que Cuenca ha ejercido sobre tres grandes pintores que podríamos englobar en ese ámbito: Wifredo Lam, el pintor chino-cubano que residió en ella en los años 20 del siglo pasado, Fernando Zóbel, pintor y coleccionista filipino que fundó el Museo de Arte Abstracto Español, y nuestro añorado Okano.

Exquisitez y lirismo son dos rasgos de su pintura, que explora una y otra vez inconclusas esferas y círculos junto con estructuras verticales u horizontales.

Ahora, diez años después de su fallecimiento, su viuda, la también artista Keiko Mataki (creadora en Cuenca de la magnífica glorieta del reloj de sol próxima al centro Comercial El Mirador, en la plaza Taiyo de Villa Román), nos brinda en la espectacular capilla-sala de exposiciones de la escuela de arte Cruz Novillo de la calle de San Pedro una muestra antológica de la obra de Okano. Es sin duda uno de los sucesos culturales del verano conquense, pues ofrece la oportunidad de acceder a una pintura profundamente personal y japonesa pero también muy representativa de la plástica hispana desde los 60 al final del milenio.

Y que tiene la virtud impagable de recordarnos la inolvidable figura de ese japonés afable y bajito que formó parte muy activa del paisaje humano y urbano de la parte alta de Cuenca, trasladándonos a un tiempo en que éramos tan jóvenes y nos íbamos de cañas con Okano…

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