ANÁLISIS
El lento dividendo de la paz en el Ulster
La desconfianza entre católicos y protestantes y la asfixiante realidad urbana de Belfast restan brillo al encuentro entre Isabel II y Martin McGuinness de ayer, y a los evidentes logros socio-económicos

Entre los últimos muertos de tres décadas de conflicto norirlandés, apenas unos meses antes de los acuerdos de paz de abril de 1998, figura un protestante que acudía a trabajar a un cuartel del Ejército por la acera equivocada. Un grupo de paramilitares lealista le mató por caminar en el lado católico de la vía. Así es, todavía hoy, gran parte de Belfast. Un espacio urbano asfixiante con férreas demarcaciones territoriales donde pautas tan elementales como el camino que eliges cada mañana para ir a trabajar denotan tu pertenencia a una «tribu» u otra.
El 95% de la población norirlandesa vive aún en barrios mono-comunitarios
Según datos facilitados por una experta en urbanismo a un grupo de periodistas extranjeros, el 95% de la población norirlandesa y el 94% de la de Belfast vive todavía en barrios mono-comunitarios. Con la excepción del centro de Belfast, más mezclado – se calcula que solo el 5% de los escolares va a colegios «mixtos» , para católicos y protestantes–, hablamos de un ecosistema urbano cercado física, visual y mentalmente.
Los murales y pintadas aportan el exotismo iconográfico necesario a la incipiente industria del turismo post-conflicto. En las paredes, poco a poco, los encapuchados van dando paso a mensajes más optimistas. La pintura se borra. Pero los muros, no. Y en Belfast, no solo permanecen, sino que crece su número. Se calcula que existen unos 80 «muros de la paz», la mayoría erigidos después del acuerdo de Viernes Santo de 1998 . Son la manifestación más rotunda de la pegadiza desconfianza entre católicos y protestantes. La encarnación territorial del miedo al otro.
«Colapso de la concordia»
«Semejante colapso en la concordia cívica es desconocida en el resto de Europa», escribía ayer el columnista Simon Jenkins en « The Guardian », que estima que existen en la actualidad tres veces más verjas y barreras que en 1994, año del primer alto el fuego parcial del conflicto. «Este empezó como una barrera temporal para tres meses», nos explicaba hace unos meses, ante un enorme muro en la calle Cupar, William «Plum» Smith, un ex preso lealista reconvertido, gracias a los fondos europeos, en guía de la paz para EPIC, un centro de interpretación de ex presos protestantes. «Y seguirá en pie mientras la gente de estos barrios no se sienta suficientemente cómoda», añadía, sin poner fecha a la caída de los muros norirlandeses.

Isabel II visitó ayer en Belfast el complejo turístico inaugurado este año en los astilleros donde se construyó el Titanic, nuevo símbolo de una pequeña región de 1,7 millones de habitantes que, catorce años después de los Acuerdos de Paz de Viernes Santo de 1998, intenta normalizar su endeble autonomía. En una reciente visita a la zona, una funcionaria del gobierno norirlandés nos explicaba cómo todos los textos oficiales se refieren a un etéreo «aquí», para evitar tener que optar entre el «Irlanda del Norte» que prefieren los unionistas y el «Norte de Irlanda», empleado por los católicos republicanos. «El término terrorista está prohibido», confesaba.
Son las dificultades cotidianas de una realidad política que nace del cansancio de los combatientes, en el marco de una realidad social muy alejada de destellos simbólicos como el de ayer .
Una autonomía endeble
El Acuerdo de Viernes Santo del 10 de abril de 1998 estableció una asamblea parlamentaria norirlandesa compuesta por 108 miembros, que legisla sobre una serie de competencias menores «transferidas» en el ámbito rural, cultural, social, laboral, medioambiental y empresarial. En 2010 se sumaron las de Policía y Justicia, ámbitos mucho más sustanciales , y con una fuerte carga simbólica. El parlamento norirlandés tiene tres lenguas oficiales: el inglés, el gaélico irlandés, y el escocés del Ulster.
Londres se reserva todo aquello que no ha sido especificamente transferido, incluidas con carácter permanente las competencias más significativas, como defensa, fiscalidad, seguridad, moneda, Seguridad Social, inmigración etc. Estas son gestionadas por la abultada administración norirlandesa de Westminster, dirigida por un ministro del gobierno central –cargo que ocupa ahora el conservador Owen Paterson–.
Doce «ministerios» norirlandeses, ocupados por representantes de todo el arco parlamentario del Ulster, se encargan de las materias transferidas, codirigidos por un primer ministro y un viceprimer ministro que actúan casi al unísono. Estas dos figuras provienen –irónicamente– de los extremos de los años de plomo: el partido unionista radical que fundó el reverendo Ian Paisley preside el gobierno -en detrimento de los unionistas moderados de David Trimble-, con un adjunto del Sinn Fein, que ha arrebatado en tiempos de paz la primacía republicana a los socialdemócratas católicos moderados de John Hume. Trimble y Hume se llevaron el nobel de la Paz, pero los más gritones se quedaron con las poltronas.
Solo en su cuarta legislatura la autonomía norirlandesa parece afianzarse
La incipiente autonomía norirlandesa, con una población menor que el Gran Manchester, funciona así con rasgos colegiados y rotatorios similares a los que pueden encontrarse en la Suiza federal. Y solo ahora, en su cuarta legislatura, parece consolidar su funcionamiento, después de que fuera suspendida por el gobierno central hasta en cuatro ocasiones entre 2000 y 2007 , con todos los poderes revertidos a Londres.
Vista desde un Estado tan descentralizado como el español, el autogobierno norirlandés que puso fin a 30 años de sangre y lágrimas resultaba apenas un remedo de autonomía que podía ser desconectado desde Londres, sin rastro además de la generosa soberanía fiscal que la Constitución española reconoce al País Vasco y a Navarra. La arquitectura para la paz se completaba con un consejo ministerial entre el Norte y el Sur de Irlanda, y otro órgano «interislas», que reúne 2-3 veces al año a representantes británicos, irlandeses y norirlandeses.
Logros históricos oscurecidos por el miedo
Una maquinaria institucional que se esfuerza en proclamar su bajo paro, la calidad de sus universidades y la fuerte inversión extranjera, junto a otros dividendos de la paz en forma, por ejemplo, de ceremonia de los premios MTV, celebrada este año en Belfast, o de los rodajes en las soleadas praderas norirlandesas por la cadena HBO de series como «Juego de tronos» . Logros históricos, afianzados de forma irreversible –según coincide todo el mundo– por gestos simbólicos como el apretón de manos ayer entre Isabel II y el ex miembro del IRA Martin McGuinness, pero oscurecidos por la resistente desconfianza entre comunidades, y episódicos estallidos de violencia político-futbolera-juvenil.
«Tenemos una generación de jóvenes que no ve a la Policía entrar en sus barrios y cuya aspiración es ser ex prisioneros del conflicto», nos decía un ex responsable de la Administración norirlandesa que prefiere no dar su nombre. El ex lealista Smith no está de acuerdo: «Antes no elegías, simplemente nacías ya dentro del conflicto, pero para los jóvenes de hoy día somos Historia, no hay marcha atrás», afirma, confiado.
La lucha por el territorio continúa
Un 51% de los colegiales se declara católico, y solo el 37% protestante
Pero la lucha por el territorio continúa. Las estadísticas oficiales mantienen una mayoría protestante del 44%, frente a un 40% de católicos y un 16% que prefiere no contestar. Pero una reciente encuesta en el ámbito educativo, de la que se hacía eco el « Belfast Telegraph » en octubre, encontró que el 51% de los alumnos se declaran católicos, frente a un 37% que se identifica como protestante. Es lo que muchos llaman la «bomba demográfica» católica.
Muchos protestantes, según nos explican varios expertos, intentan sacar a sus hijos de los enclaves urbanos controlados por lealistas, y buscan el oxígenos «ambiental» de los suburbios, donde la presión identitaria es mucho menor. Pero enseguida las comunidades republicanas exigen ampliar su territorio para atender a esa presión demográfica. «La segregación actúa a nivel identitario, pero también a nivel social, concentrada en las clases trabajadoras: ahora tenemos un conflicto con dos dimensiones», nos explica el ex responsable gubernamental norirlandés.
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