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ABC Cultural

Los personajes del «Guernica»

Manuel Borja-Villel, Bernardo Laniado-Romero, José Lebrero, José Guirao, Tomás Llorens, Juan Manuel Bonet y Fernando Castro Flórez analizan las principales figuras del cuadro

NATIVIDAD PULIDO

El «Guernica», de Picasso, es uno de los cuadros más grandes (351 por 782 centímetros) y complejos. Existe la teoría de que en su origen quizás Picasso quiso hacer una especie de cartel (Antonio Saura lo llamaba «el cartelón»), que no utilizó los mejores materiales, porque no pretendía que perdurara en el tiempo. No sabemos si fue así realmente. El lienzo está repleto de figuras, símbolos, metáforas ... Hay en él r abia, dolor . Está pintado, en blanco y negro , con furia y frenesí . Hay interpretaciones para todos los gustos. ABC ha pedido a siete conocedores de la obra de Picasso (directores de museos y centros de arte, historiadores, críticos, comisarios...) que hablen de las siete principales figuras de la obra. No son las únicas, hay muchas más.

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EL TORO:

(Por Manuel Borja-Villel, director del Museo Reina Sofía)

Se ha hablado mucho acerca del trasunto íntimo del «Guernica»: del modo en que refleja los dilemas sentimentales del pintor en los meses previos al encargo de una obra que, a pesar de ello, pretende encarnar el rechazo universal contra la barbarie del totalitarismo. Tal vez sea el toro la clave de dicho entrecruzamiento entre lo biográfico y lo general. Frecuentemente identificado con el mismo Picasso, el toro se para y nos mira fijamente mientras el resto de los personajes se agitan desbordados por la sinrazón de la violencia extrema a la que se ven sometidos. Es la misma mirada del caballo de la «Carga de los Mamelucos» de Francisco de Goya y la misma terca actitud del asno de «El Coloso» ante la desbandada general provocada por el terror de la guerra. Al introducir su autorretrato en el cuadro, el pintor nos interpela desde su posición ambivalente de hombre y de toro, nos hace testigos de cargo, apelando no solo a nuestra humanidad culpable, sino a un sustrato previo, animal, más profundo, el único lugar desde el que se puede responder a las dimensiones de la tragedia.

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EL CABALLO:

(Por Bernardo Laniado-Romero, director del Museo Picasso de Barcelona)

Caballo, toro, torero, minotauro, saltimbanqui... figuras míticas que pululan en el imaginario picassiano. Caballo, aquella forma a la vez sensual que desgarradora, presente en todas aquellas magníficas corridas de toros picassianas de los años veinte y principios de los treinta, siempre con el cuello contorsionado, de una sensualidad absoluta, emitiendo un grito que intuimos desgarrador, a veces penetrado por el toro, y sus aspas, otras, con las entrañas expuestas como evidencia de su dolor y desgracia, el caballo, en el «Guernica» es la suma de ellos, como uno es la suma de nuestros ancestros, con el «Caballo corneado» (Museu Picasso, Barcelona) y «Corrida: la muerte del torero» (Musée Picasso, París) por antecedentes inmediatos. Caballo, cuello que gira, volumen geométrico, líneas sinuosas ausentes; que huye de la luz, a su izquierda; ojos redondos, desorbitados en negro, pavoridos; lengua bélica, proyectil que apunta sin definición, hocico que explota en un relinchido ensordecedor. Caballo, figura central con herida a cuestas, formas que, como dijo Sartre, «transforman el horror en figuras abstractas».

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EL HOMBRE MUERTO:

(Por José Lebrero Stals, director artístico del Museo Picasso-Málaga)

Son muchos los estudios previos de cabezas femeninas llorando que realiza a la velocidad habitual para ir afinando las formas y expresiones finales de las cuatro mujeres que decide incluir en el mural encargado por el Gobierno de la República. El ánimo que transmiten es evidemente infernal. Reiteran la soberbia versatilidad y deslumbrante capacidad inventiva del artista para resolver, refrescándolo, un género clásico de la pintura como es el retrato. Pero estas obras también ofrecen indicios suficientes para comprobar que pintar cuadros puede ser una forma de ir expresando casi como dietario los más variados humores y estados de ánimo en los rasgos ajenos. Sin embargo, para el hombre yaciente, abajo, en la zona hundida del cuadro, el desenlace pictórico elegido es diferente: arrumbado, roto, residual, el caído en combate pone proa al despojo del asunto. Heredero por derecho del «Hombre muerto» que durante mucho tiempo se atribuyó falsamente a Velázquez y al afrancesado torero herido de muerte que Manet incluía en «La corrida», nuestra figura tuvo atributos que ha perdido. La magia del blanco y negro sin sangre testimonia al muerto viviente que, privado definitivamente de libertad, deambula como un zombi por todo el siglo XX.

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LA MUJER CON EL HIJO EN BRAZOS:

(Por José Guirao, director de La Casa Encendida y exdirector del Museo Reina Sofía)

La muerte trasciende cualquier idea de futuro, cualquier relato de presente. Después de ella sólo caben el dolor y la memoria. Todos los relatos están basados en ambos, porque los relatos nacen de una pérdida. El dolor los origina, la memoria los construye. Y la memoria es dinámica, no cesa de reelaborar el relato original que nos produce la sinrazón del encuentro con la muerte, con la pérdida. No hay mayor dolor que el de una madre ante su hijo muerto. Desde la pintura flamenca hasta la barroca, la crucifixión es el símbolo del sufrimiento de un hombre solo ante su destino y la pietà, la imagen de una madre acunando por última vez en sus brazos a su hijo muerto, es la represtación del dolor. Un dolor inexplicable, contra natura, porque los hijos no pueden morir antes que sus madres. La madre de «Guernica» es una mater dolorosa y muda. La intensidad del dolor impide el grito, también el llanto. Su lengua es el extremo de la espada del dolor que atraviesa su cuerpo enteramente, lo convulsiona. Es un dolor sordo, anterior al llanto, y ese silencio atemporal no tiene fin, por eso nos conmueve, nos aterra.

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LA MUJER DE LA LÁMPARA:

(Tomás Llorens, exdirector del Reina Sofía y el Thyssen)

Es como correr descalzo y sin sombrero por las playas recién lavadas de diciembre. La libertad es como trepar a un chopo y seguir subiendo y cogerse a las ramas cada vez más delgadas y subir y suspender la respiración para pesar menos en la luz verde. O como cuando es de noche y abres los ojos y todo está negro y la ventana está cerrada, o no hay ventana, y el suelo está oscuro, o no hay suelo, y la cama sube, o cae en un pozo sin fondo de algodón negro y entonces entra tu madre con la vela encendida, buenas noches mi niño, buenas noches mi amor, y la cama está en el suelo y la silla de enea junto la cabecera y el viejo armario y la pared en su sitio y la ventana, la ventana que ella abrirá pronto después de que cierres de nuevo los ojos, ahora mismo, y entrará de nuevo la luz y el canto de los caminos sin fin. De nuevo. Pero ¿y si la vela se apaga en un toque de clarín y no hay armario ni silla ni ventana ni suelo, sólo la negrura, sólo la negrura, y en su centro la luz furiosa del clarín que nunca has visto y que te hace ver lo que nunca hubieras querido ver, lo que nunca hubieras debido ver?

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LA MUJER CON LOS BRAZOS AL CIELO:

(Por Juan Manuel Bonet, exdirector del Museo Reina Sofía)

Brazos en alto, cayendo vertical, envuelta en su casa que arde y se desploma, clamando al cielo ante ese fuego que cae desde él, desde unos aviones que en el cuadro no figuran, la mujer arriba a la derecha se ha convertido, junto con esa otra a la izquierda que lleva en brazos a su hijo muerto, en símbolo del horror de la guerra moderna. Fue el bombardeo de Guernica por la Legión Cóndor la inspiración concreta de Picasso. Menos de un lustro después, a Otto Abetz, el embajador nazi en el París ocupado, que ante una foto del cuadro le preguntaba si lo había hecho él, le contestaría: «No, ustedes». Entonces ya se había universalizado el pavor de las poblaciones civiles —Alemania probaba su misma medicina, y lo peor estaba por llegar en Japón— a esa muerte industrial. Esa mujer clamante recortada con nitidez y crudeza geométricas: símbolo definitivo de ese pavor, dicho por Robert Capa en instantáneas españolas coetáneas de un cuadro cuyos blancos, negros y grises tienen algo de fotográfico. Como Goya en los «Fusilamientos de la Moncloa», Picasso, pese a pintar, como él, lleno de cólera, alcanza aquí esa inelocuencia que Bernard Berenson tanto apreciaba en Piero.

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LA MUJER ARRODILLADA:

(Por Fernando Castro Flórez, crítico de arte)

Esa mujer que huye estaba, originariamente, por encima del cadáver de otra y más tarde se apropio del pie de aquella que está angustiada entre llamas, cayendo o en ascenso por una escalera. Su cuerpo forma parte de la diagonal que organiza el cuadro. Esa mano con las líneas de la vida cinceladas con crueldad ofrece un punto de la crucifixión del «Guernica». Ahí está sedimentado el rasgo decisivo del carácter de Dora Maar: su derramarse en lágrimas. José Bergamín habló, con enorme belleza y singular patetismo, de la lágrima de sangre que quedó hasta el último momento prendida del ojo de la mujer fugitiva y aterrada. «Finalmente —escribió en “Le Masque Transparent”— esa lágrima desapareció para siempre. Y Guernica, negro, gris y blanco, permanece por siempre como testimonio inmortal del arte». Pero también, gracias a la fotografía de Dora, tenemos el recuerdo de aquel estadio metamórfico en el que el cuerpo femenino estaba cubierto por un papel pintado: retro-collage, podríamos decir, de lo traumático, petimenti de una naturaleza muerta que consiguió su poder expansivo «gracias» a la fricción atroz del tiempo de la criminalidad bélica. Las manos implorantes, el cuerpo encorvado, los pezones como botones anacrónicos, el semblante demudado nos obligan a mirar al sesgo: lo atroz no deja de provocar el llanto.

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