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La invasión de los micros abiertos

El presidente del Gobierno, en su charla con los primeros ministros de Holanda y Finlandia en el reciente Consejo Europeo

La invasión de los micros abiertos atlas

blanca torquemada

Último capítulo, el de Luis de Guindos cuchicheándole al comisario europeo Oli Rehn que la reforma laboral sería «extremadamente agresiva», sólo unos días después de que a Mariano Rajoy lo pillaran en un corrillo del Consejo Europeo expresando sus expectativas de una huelga general. Al micrófono abierto, ese hermano ácrata de la cámara oculta, nadie le pulsa el «on» ex profeso (o sí), y en ese campo minado de los probables despistes o las posibles emboscadas brotan las mejores perlas del discurso político: las salvajes, no las cultivadas para la galería por el arriolismo o los chamanes de Ferraz.

Si la sinceridad desnuda ya es rara avis en el argumentario de los dirigentes, la espontaneidad no existe en sus comparecencias públicas, por lo que los deslices al margen del guión brindan elementos de interés para las exégesis de su estado de ánimo o de sus intenciones. Pero suponen también un peligrosísimo elemento fuera de control en esta época en la que a los tradicionales micrófonos se suma la omnímoda presencia en cualquier recinto de «smartphones» con insospechadas prestaciones, como bien saben (y temen) los asesores de comunicación.

Daniel Ureña, socio director de Mas Consulting, apunta que la cautela en este terreno es un principio básico en la formación de candidatos, pese a lo cual a menudo los políticos «bajan la guardia en el contexto más relajado de las charlas informales» . Porque, apunta, «una cosa es tratar de colocar determinado mensaje en declaraciones “off the record” y otra que registre tus palabras uno que pasaba por allí o que te tiende una trampa».

Pese a ello, estas pifias no siempre tienen por qué suponer un deterioro de la imagen: cuando a Mariano Rajoy lo cazaron mientras le comentaba a Javier Arenas lo de «mañana tengo el coñazo del desfile. En fin, un plan apasionante...» , proliferaron opiniones para todos los gustos, pero al final pesó más en la balanza una visión positiva: hubo manifestaciones de desagrado por el desdoro a las Fuerzas Armadas implícito en la frase, pero también comprensión ante el hecho de que en privado se calificara con palabras coloquiales la rigidez de un acto institucional. Y una percepción más favorable aún se produjo cuando idéntico vocablo («coñazo») se escapó de los labios de José María Aznar en 2002 después de un discurso ante el Parlamento Europeo. Aquel «vaya coñazo que he soltado», íntimo desahogo al terminar su plúmbea alocución, tuvo el efecto benéfico de humanizar el perfil adusto del personaje. Igual que el «manda huevos» de Federico Trillo reveló que a veces los propios políticos son conscientes de los despropósitos de su críptica jerga.

Tensión y exabruptos

Menos réditos obtuvo José Luis Rodríguez Zapatero cuando Jordi Sevilla le recomendó «sotto voce» aprender ciertos postulados económicos «en dos tardes», tras una sesión de preparación del debate presupuestario de 2003. Y ya como jefe del Ejecutivo, Zapatero volvió a sufrir las secuelas de la propagación de las ondas sonoras en 2008, tras una entrevista en Cuatro. Se le oyó decir que «nos conviene que haya tensión», en referencia a los sondeos preelectorales.

Elocuentes han resultado exabruptos deslizados en conversaciones privadas. José Bono llamó «gilipollas» a Tony Blair y se enteró el orbe. Más adelante, Esperanza Aguirre calificó de «hijoputa» no se supo bien a quién, porque las primeras interpretaciones fueron unas y las posteriores explicaciones de la presidenta madrileña, otras. A fin de cuentas, los patinazos a micrófono abierto no dejan de ser retazos fuera de contexto y después aún cabe remendar el roto.

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