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Guillermo CampanalEl goleador «stuka»

Prototipo de la «furia», fue el mejor delantero centro de la historia del Sevilla

Era asturiano, pero se convirtió en un símbolo del Sevilla: el representante de la furia, «el terror de los defensas».

Guillermo González del Río nació en Avilés en 1912. (No confundirlo con su sobrino Marcelo, el defensa, que heredó, años después, su apodo, su fuerza física y su carácter). Pronto destacó como goleador y el Sevilla lo fichó en 1929, provocando casi una revuelta popular en Asturias. Llegó a Sevilla con 17 años y «mi primer pantalón largo». Fue también su primer contrato como profesional: 25.000 pesetas. Aportó goles a un equipo de juego afiligranado, hasta entonces. Allí jugó hasta su retirada, en 1946, a los 34 años: 17 temporadas seguidas... Todavía fue entrenador sevillista hasta que lo sustituyó Helenio Herrera.

Era el prototipo del delantero centro tipo tanque, muy fornido, guerrero, un gran goleador: el máximo del Sevilla en toda su historia. Según los datos que dio don Ramón Sánchez Pizjuán, el presidente, en su homenaje, con su equipo del alma jugó 446 partidos y marcó 411 goles. Más que Arza, Araújo, Acosta, Polster, Scotta, Suker, Zamorano, Kanouté... Sus sucesores.

Con el Sevilla logró ascender a Primera (1934), ganar la Copa (1935); y después de la guerra, el primer Trofeo del Generalísimo (1939), la Liga (1946). Fue el primer sevillista que iba a un Mundial (Italia 1934) y jugó dos veces más con la selección nacional.

Era, sobre todo, un gran rematador. A Zamora le marcó cinco goles en dos partidos. Al Barcelona, cinco, la tarde en que el Sevilla le ganó 11-1. Varias veces marcó 3 y 4 goles...

Fue el ariete de la mítica delantera «stuka»: López, Pepillo (o Torróntegui), Campanal, Raimundo y Berrocal. Para él, «la mejor delantera de todos los tiempos». Un periodista sevillano tomó el nombre de unos aviones alemanes: «Nos comparaban con ellos por nuestra forma de abordar las áreas rivales. Compaginábamos el antiguo estilo individualista con el desmarque, la velocidad y el conjunto; y, sobre todo, el efecto fulminante para resolver la jugada ante el gol. Jugábamos en vertical, no en horizontal...».

La imaginación andaluza forjó leyendas: el portero que murió de un balonazo, tal era su potencia de disparo (en realidad, fue por una intoxicación de marisco en malas condiciones, cuando no había penicilina). Cuenta el maestro Antonio Burgos la anécdota del cura que casó a Raimundo y, en el altar, en vez de la Epístola de San Pablo, le recitó la delantera «stuka»...

Campanal aparece, en las viejas películas, muy corpulento: casi el doble que alguno de sus compañeros. Es fornido, luce un amplio tórax por el cuello de la camiseta, cerrada con cordones; con los brazos cruzados, parece un boxeador más que un futbolista. Salta disputando el balón, choca con el portero, remata en plancha, pelea en el suelo... En una fotografía, le ha entregado un ramo de flores una niña vestida de primera comunión, junto al árbitro, con chaqueta negra ribeteada...

Por su forma de jugar, sufrió muchas lesiones: «He recibido muchísimas patadas, he tenido innumerables fracturas de piernas y costillas. Siempre he salido con los tobillos hinchados, pero nada, como si tal cosa. El fútbol es cosa de hombres».

Prefería el fútbol de su época: «No había centrocampistas. Todos íbamos en busca del gol, que es lo que da las victorias. ¿Un hombre con la misión de moverse sólo en una zona reducida del campo? ¡Pues no es poco fácil!». Pero también —defendía— había entonces grandes jugadores: Luis Regueiro, Zamora, Lángara, Gorostiza, Quincoces...

Vivió feliz, dedicado a lo que le gustaba: «No me he privado de nada: me lo he comido todo, me lo he bebido todo y hasta... ¡ejem! Intenté disfrutar lo más que pude».

Fue el símbolo del amor a unos colores: nunca cambió de equipo. Siempre firmó en blanco, sin exigir mejoras. Hasta le prestó diez mil pesetas al equipo en un momento de dificultades económicas... Eran otros tiempos. A pesar de ser asturiano, muy pocos habrán amado, como él, al Sevilla.

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