Muere Carlos Pujol, escritor y traductor de los grandes clásicos
Poeta y colaborador de ABC Cultural, falleció ayer en Barcelona a los 75 años de edad
Cada año, por el Planeta, nos reencontrábamos con Carlos Pujol. Secretario del jurado de los premios desde 1972, sabía jugar a las quinielas de los posibles galardonados con la discreción a que obligaba su papel de portavoz. Cada año reencontrábamos su elegancia incólume y el afán de permanecer al abrigo, cigarrillo en mano, de los reflectores sociales. Poeta, editor, traductor, crítico y novelista, Pujol no gustaba de la vanidad: la única pasión por la que se dejaba llevar era la escritura.
Nacido en Barcelona en 1936, había cursado Filología Románica en la Universidad de Barcelona hasta doctorarse, en 1962, con una tesis sobre Ezra Pound y sus relaciones con la lírica medieval romántica. Profesor de literatura francesa hasta 1977 publicó una pléyade de estudios de referencia, como los dedicados a Voltaire, Saint-Simon o «La comedia humana» de Balzac. Como traductor anduvo a hombros de gigantes; vertió al español a Defoe, Austen, Donne, Orwell, Stevenson, Balzac, Baudelaire, Gautier, Joubert, Pascal, Proust, La Rochefoucauld, Stendhal, Simenon, Verlaine, Voltaire o Dickinson… Desde que en 1981 vio la luz su primera novela, «La sombra del tiempo», la docena de títulos que componen su narrativa constituye un civilizado maridaje de erudición y amenidad. Elegantes, cosmopolitas, evocadoras de sociedades en cambio, sus novelas trufan la acción argumental con el guiño irónico de aquel hombre de educada timidez destinado a ser autor de culto.
Crítico literario desde 1969 en «La Vanguardia», «El País» y ABC Cultural, era más partidario de orientar al lector que de imponer sentencias inapelables. Frente a la inflación editorial decía que la saturación de novedades banalizaba su valoración literaria: «Lo que vale la pena es releer “La cartuja de Parma”», apostillaba. Como escritor había aprendido que la voluntad no basta si uno no lleva algo dentro. La realidad, añadía, «es para vivirla, no para hacer literatura»; por eso —sonreía al prender el enésimo cigarrillo—, la realidad solo le interesaba para sabotearla con «frases cortas, cambios de plano, diálogos entrecortados y ambiguos».
En el último lustro, hasta que el 16 de enero le sobrevino un derrame cerebral que le provocó la muerte en la madrugada de ayer, aquel hombre creyente conjugó con sabia modestia, el hermetismo de jurado del Planeta con el apasionado arte de contar. Parafraseando un fragmento de «Los días frágiles», novela sobre la invasión de París por los alemanes, cuando todo se derrumba, ahí estamos «improvisando literatura por todo consuelo».
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