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ABC Cultural

Críticas de los estrenos del 4 de noviembre

ABC te desvela las claves de las películas de la cartelera

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«Habemus Papam»

POR E. RODRÍGUEZ MARCHANTE

La ironía suele ser la mejor arma de Nanni Moretti, y la egolatría, su quitamiedos al borde del precipicio. Moretti hace cine como mirándose al espejo, hable de lo que hable, aunque sea del Papa. Y sí, "Habemus Papam" es un prodigio de ironía hasta que rompe el quitamiedos y aparece el director, en pleno Vaticano, en el papel de psiquiatra saltimbanqui. La película tiene un arranque modélico, o melódico, con el Cónclave de Cardenales reunido para elegir al nuevo Papa: la descripción, la imagen, la liturgia, la humanidad y la excepcionalidad del momento son captados por el ojo cínico de Moretti con enorme sutileza, gracia y hasta "cariño". También funciona el gran golpe, la nota discordante, la sorpresa, la pimienta de la idea: el elegido duda y se niega a salir al balcón y hacer pública su elección... Una situación al borde del precipicio, con el sucesor de San Pedro en blanco y la multitud que espera en la Plaza... Y es el turno, ante el precipicio, del "momento" Moretti, que se cuela en el Cónclave, o en la película, disfrazado de psiquiatra ateo para entretener una función que ya estaba resuelta. No había más que eso: descripción y sorpresa, y Moretti se embarranca en un catálogo de tiempos muertos donde el protagonismo pasa de lo magnífico a lo insignificante, de la íntima reflexión humana a la mera ocurrencia (del árbitro de nuestra civilización y cultura al árbitro de un partido de voleibol). "Habemus Papam" deja el retrato bien encuadrado en tono y forma de esa congregación de Cardenales y de esa ilusión e intriga a pie de Plaza (y la preocupación y la responsabilidad que se cierne sobre esos hombres ante la inminencia del peso de la púrpura), y deja también los dos momentos clave del acontecimiento: el de la elección, cargado de una impronta y de una voluntad y misterio más complejos que el mero recuento, lo cual se aprecia en el aire místico del aplauso, y luego el del paso atrás, la duda, la incertidumbre sobre una infalibilidad que no se ve en el rostro de Michel Piccoli, asombroso en su encarnación de un hombre bueno pero inseguro, perecedero y huidizo. Al fin, lo que hace Moretti es sacarle punta a su provocador supuesto (una idea, por cierto, que ya tuvo hace casi 800 años el Papa Celestino V), y poner en escena una recreación de los humos blancos y negros del Vaticano (donde, finalmente, no pudo rodar), pero da la impresión de que se embelesa más en la chispa de sus dedos que en el interior y la motivación de ese hombre aterrado, sobrepasado.

«Verbo»

POR E. R. MARCHANTE

El prestigioso cortometrajista Eduardo Chapero-Jackson entra por fin al largometraje y se da de bruces contra él de un modo suicida, sin pudores ni complejos, como si ese molino fuera en realidad un gigante. Una primera película soberbia, o sea, altiva, arrogante, que le echa un órdago insólito y lleno de ansias de hallazgo al más común de los sucesos: madurar. Todo discurre absolutamente por el filo de un despeñadero en el que el exceso, el riesgo, la verosimilitud y el cúmulo de pretensiones (desde morales hasta poéticas) son tan fáciles de menospreciar como dignas de elogiar y subrayar. Su dirección y su sentido son inapelables: el desgarro y el vacío de una chiquilla cuando llega a la pared inexpugnable de los quince años; y su vocación y estética, también: un manual de supervivencia con lo que tiene más cerca, sea el arte urbano o la mezcla imposible del hálito quijotesco con el rap, y con un uso temerario (o aprovechado e impúdico, si se quiere) de la voz en "off", de la referencia (desde "Alicia" al cómic o a la literatura clásica), de la telefilia (con unos protagonistas descaradamente de probada física y química) y de esos sentimientos confusos y, a veces, letales, de la infancia que se esfuma. En definitiva, una película temeraria, que inunda de exceso, "poesía urbana", visualidad y fantasía (y pretensión), que tanto puede ser tomada entre risas como provocar una llantina y que, eso sí, preludia a un cineasta tenso e intenso.

«Detrás de las paredes»

POR J. CORTIJO

Lejos de nuestra intención llevarle la contraria al «autor» de esta película, un Jim Sheridan que ha estado a punto de rebautizarse para la ocasión como Alan Smithee (ya se sabe, el alias-pataleta que le queda a los directores que reniegan de su adulterado producto). Y cómo será la cosa tratándose de un director que: a) como buen irlandés traga con lo que le echen, y b) hace años rodó con el rapero 50 Cent (y a punto estuvo de subirle a la categoría de dólar). Pero es que lo de «Detrás de las paredes» no tiene nombre, aunque sí unos cuantos adjetivos dignos de la boca-sentina de Haddock. La cosa arranca como una de terror del montón, con casa encantada a causa de un antiguo asesinato múltiple. Pero pronto viene el primer y fatal traspié, por culpa de una estocada de guión que hace realidad los peores presagios (al menos, Scorsese tuvo paciencia en «Shutter Island»). A partir de ahí, el descarrile es completo: Craig pierde la brújula (dorada, ¿recuerdan?), Weisz se vuelve comparsa, y ni siquiera Watts hubiese podido calzar la tullida mesa con un personaje trazado con rotulador deshidratado (por no hablar de su marido en la ficción). Solo se salva la sensibilidad con los personajes infantiles del Sheridan de «En América», lo único que aquí podría firmar con buen pulso el pobre hombre.

«Melancolía»

POR E. RODRÍGUEZ MARCHANTE

Que un planeta gigantesco llamado Melancolía avance directo hacia la Tierra y amenace con su inminente destrucción parece, como línea argumental de una película, más bien algo metafórico que real. Por eso Lars Von Trier, un cineasta que emponzoña la punta de sus metáforas con lo más venenoso de la realidad, muestra claramente las imágenes (impresionantes por lo terriblemente hermosas) de ese planeta que se cierne cada vez más y más grande sobre el escenario de su historia: tal vez otra metáfora, una boda, una unión de dos, un principio, un fin... Desde ese observatorio, la boda y los personajes tan complejos, tortuosos, amenazados y amenazantes como la propia situación planetaria, Von Trier propone algo así como el reverso del "árbol" de Terrence Malick: el ser humano frente al final de su especie, de su universo, pero especialmente, de sí mismo y de los suyos. La película es prolija en los detalles y en la psicología de los personajes, cuyas relaciones se retuercen y desgranan como el maíz de una mazorca, aunque también es muy directa en su tratamiento del suspense (no existe apenas; el choque es inevitable y no se ve cerca de allí a Bruce Willis) y de las emociones, pues cada uno de los protagonistas reacciona ante la angustia de un modo revelador, sea con el abatimiento digno, la sumisión al universo, la aceptación zen o incluso la precipitación y el atajo... La idea (creo que maligna) de Von Trier es que el espectador se hipnotice con la situación, vea a los personajes y se coloque a sí mismo como una conjetura en la escena; es decir, que observe y se observe. La puesta en escena y la mirada de Lars Von Trier son nocturnas y pesimistas, pero cargadas de gélida emoción y de belleza (el preludio de "Melancolía" es una colección de imágenes que te vienen a susurrar al oído la trama que luego se desarrollará, y está preñado de una inquietante estética y una delirante poesía), y entre las interpretaciones sobresale, claro, la de Kirsten Dunst, que también se agranda melancólicamente en la enajenación y reencuentro de su personaje, y curiosamente, la de Charlotte Gainsbourg, que ha de pisar algo el freno tras su embalado y descarrilado personaje de "Anticristo", la anterior y espeluznante película de este director, y que aquí templa a una mujer fría.

«Tiburón 3D»

POR J. M. CUÉLLAR

Uno entiende a la industria. Pillas una idea, a ser posible mítica como la del tiburón, e intentas darle más vueltas que un calcetín para exprimirlo como un limón y sacarle tajada. Al fin y al cabo, esto es Hollywood. Lo que sucede es que al lado de ideas más o menos plausibles, como la de colocar junta a toda la familia de escualos como si fuese la familia Adams, habría sido más que interesante obviar determinadas escenas que mueven al jolgorio general y que lastran una película que, de per se, tampoco tiene muchas más vueltas. No es de recibo que un tipo, con el brazo recién arrancado de cuajo, se meta en el agua con una lanza a las tres de la madrugada para cargarse a un tiburón martillo. No se puede justificar tamaña boutade. Del resto todo es sabido: film para fanáticos del tiburón, ya sea tigre, blanco, oscuro o marrón porque los tiburones siempre han dado mucho de sí y si ya metes crías que te muerden las tetillas y hasta las pestañas pues tienes un ratillo entretenido, aunque sea para reírte. El problema de estos asuntos es que siempre comparas y ahí ya andas perdido. Bien es cierto que los tiempos han mejorado los efectos y hasta parece creíble que un tiburón de 747 metros dé un salto por encima del agua como si fuera un delfín y te muerda la cabeza hasta dejarte los sesos hechos puré. Pero no intenten llegar más allá porque Spielberg solo hay uno, y este Ellis no lo es. ¡Ah! ¿el 3D? Psss… tiene su aquél…

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