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Niega Arturo Fernández haber firmado ningún pacto con el diablo, así que tiene que haber otra explicación para que a sus 82 años cumplidos (nació el 21 de febrero de 1929) siga ejerciendo de galán. Como toda respuesta, sin embargo, dice: «Soy asturiano, sin dobleces, con sentido del humor...» No hay, habrá que creerle, más secretos. Arturo Fernández, una figura incombustible, acaba de estrenar una nueva comedia, «Los hombres no mienten», de Eric Assous, que llegará el miércoles al teatro Amaya de Madrid. «La obra —explica el actor— obtuvo el pasado año el premio Molière. Tiene una carpintería genial. Assous es un maestro recreando relaciones humanas, dialoga con un pulso magnífico, maneja los tiempos del humor y la intriga, escribe con enorme inteligencia...»
—No hace falta ya preguntarle qué ha visto en la obra para escogerla.
—Yo me enamoro de las obras que interpreto... Siempre lo digo, pero porque es verdad: todo lo que soy se lo debo al público, y ello me lleva a ser responsable y a querer que cada estreno sea mejor que el anterior.
—Cuando algo funciona, para qué cambiar, ¿no?
—Yo sigo siendo fiel a mí mismo. Las comedias que interpreto son de bulevar, de glamour, de champagne, de Chanel nº 5. Es lo que busca el público en mis funciones, y le debo fidelidad. Yo sería incapaz de cambiar de género porque siempre soy Arturo Fernández. Mis comedias nunca son chabacanas, ordinarias ni groseras, son altísima comedia... Es el género más difícil de interpretar. Y mis seguidores esperan este tipo de teatro; podrá gustarles una comedia más que otra, pero nunca saldrán defraudados del teatro porque existe una gran profesionalidad cuando se levanta el telón. Yo vivo exclusivamente para mi profesión, es mi gran amante, le dedico las veinticuatro horas del día porque es una profesión que me gusta.
—¿Y así hasta cuándo?
—A un actor lo retira el público; hay que tener la suficiente sensibilidad para darse cuenta de cuándo estás de más. Y a mí me sigue aceptando el público. Cuando se levanta el telón, los espectadores aplauden incluso el decorado, algo que hace tiempo no me ocurría. Y es que me esmero porque seguramente son mis últimos tiempos, y quiero que tengan un recuerdo magnífico de mí, no quiero defraudarles. Los actores de mi generación somos de otra galaxia, pertenecemos a otro mundo: a unos focos, a un escenario, a un camerino... Nos pasamos ahí más tiempo que en ningún otro lugar. El teatro es la gran amante que no te deja mirar a ninguna otra mujer. Para lo bueno y para lo malo, porque a uno le queda siempre el remordimiento de que el teatro le ha robado un pedazo de su vida, se ha ocupado poco de sus hijos y que los ha desatendido...
—Pero al mismo tiempo es lo que le da la vida...
—Entrar en un teatro me produce una gran satisfacción, lo mismo que acertar con el gusto del público; saber que no le has defraudado. Lo mío es la comedia, aunque nunca me puedo olvidar de «¿Quién soy yo?», de Juan Ignacio Luca de Tena, la obra que supuso el gran espaldarazo a mi carrera; combinaba comedia con drama y situaciones realistas. Pero después comprendí que mi camino era la comedia. Y no me equivoqué. Me ha dado grandes satisfacciones. El otro día, en San Sebastián, una mujer me esperaba al salir del teatro. Iba en silla de ruedas. Me contó que hacía tres meses que había enviudado, y que no salía de casa. No encontraba consuelo. Sus hijos la habían obligado a ir al teatro porque sabían que era admiradora mía. Me dijo: «Estoy avergonzada porque durante la obra me he olvidado completamente de mi marido». No supe qué contestarla, pero pensé qué maravillosa es mi profesión, que permite proporcionar felicidad a los demás.
—Eso debe de hacer reflexionar.
—Sí. Pienso en mi vida y en las cosas absurdas de las que me he preocupado, y siento ahora que no merecen la pena. Lo que merece la pena es ser feliz y hacer felices a los demás. Y mi profesión se trata de eso. Tengo en esta comedia dos actores impresionantes, Sonia Castelo y Carlos Manuel Díaz, y no encontramos mayor satisfacción que escuchar una frase que afortunadamente estamos escuchando mucho: «¡Cómo se entregan!»
—¿El público conoce de verdad a Arturo Fernández o hay algo de personaje en usted?
—Yo soy como soy. Soy asturiano, sin dobleces, con sentido del humor. Procuro nunca molestar a nadie, no suelo hablar mal de nadie, salvo cuando me rompen las narices, pero eso suele ser cuando se habla de política. Soy una persona muy auténtica. Mi madre me decía que era un inconsciente. Me acuerdo mucho de ella. Es curioso: murió hace mucho tiempo, pero ahora, con 82 años, es cuando más la recuerdo. Soy, sinceramente, una persona muy primitiva, y creo que nunca le he hecho daño a nadie... Bueno, tal vez a alguna mujer a quien no haya besado.