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hotel del universo

Contra el malditismo

carlos marzal

LA muerte de Amy Winehouse hace poco más de un mes me ha hecho pensar de nuevo en la figura romántica de los artistas malditos. Por no sé qué oscura inclinación psíquica, el universo burgués se siente imantado por las vidas truncadas, por los destinos turbulentos, por los mártires de su propia existencia. Siempre hay un público dispuesto a poner los ojos en blanco y extasiarse ante el relato de las desgracias del alcohólico, ante los desmanes del adicto a la farmacopea, ante los excesos legendarios del loco de atar. Hay célebres ermitas laicas erigidas en memoria de ciertos artistas malogrados.

El enquistamiento de este tópico en el imaginario universal es uno de los logros mayores del movimiento romántico —por más que sólo sea un elemento superficial del Romanticismo—, y ha logrado diseminar el retrato del artista como un ser enfermizo, hiperestésico, lunar, un individuo cercano a su destrucción inminente, en comercio constante con los poderes fúnebres, y cuya gloria depende del hecho de morir joven y con bastante pirotecnia gestual.

El público burgués, que por lo común siente terror por todo lo que suponga desconcierto y anomalía, se permite coleccionar a distancia casos de artistas disolutos a los que idolatrar. En el corazón de cada funcionario de carrera, de cada buen padre de familia, de cada contribuyente tributario sin mácula, hay un altar con flores que nunca se marchitan para el poeta traficante de armas o para el adolescente cantante suicida. ¿Y a qué se debe esta extraña predilección?

Quién sabe: las atracciones suceden, en buena medida, porque sí. No me parece suficiente el argumento de que cada uno de nosotros sufre el hechizo de sus opuestos, de manera que el ordenado burgués necesita complementarse con la fantasía de que podría haber sido un desordenado bohemio. Tengo la impresión de que además, entre otras razones, existe una honda confusión acerca de la naturaleza del arte y de los creadores.

Me parece que buena parte de los impresionables espectadores creen que el don de los artistas se posee gracias a las debilidades de su carácter, cuando en realidad se tiene a pesar de ellas, contra ellas. La idea del artista como ser excepcional constituye una de las discusiones eternas entre los artistas, entre el público. Yo no niego la excepcionalidad del artista —ni mucho menos la del genio—, pero me atengo a considerar dicha excepcionalidad como parcial. Es decir, los artistas son individuos excepcionales en el ejercicio de su arte tan sólo. Poseen un don, qué duda cabe, pero un don cuya gracia no los acompaña, las más de las veces, en otros ámbitos del mundo.

Despertemos de ese sueño: el malditismo es una fábula. La vida de los malditos es sórdida, esclava de ínfimas miserias. Detrás de la bohemia más dorada suele haber una larga intrahistoria de resaca y malestar.

Por lo común, cuando pienso en el santoral de grandes malditos, añoro todo aquello que hubiesen podido darnos gracias a su don, pero que no tuvieron tiempo de crear y que jamás conoceremos, porque no supieron preservar el don que los hacía únicos.

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