Don Marcelo, los jóvenes y el seminario
El día 25 de agosto se cumple el séptimo aniversario de la muerte del cardenal don Marcelo González Martín, arzobispo de Toledo y Primado de España. El pasado día 29 de junio se cumplieron setenta años de su ordenación presbiteral y el 5 de marzo, cincuenta de su consagración episcopal. En los años de su paso por Barcelona quien suscribe estas líneas era un niño que iniciaba sus estudios en el Seminario Menor de Santa María de Montalegre de la archidiócesis catalana y que completaría su formación en el Seminario Mayor de san Ildefonso de Toledo. De sus manos recibí el don de la ordenación sacerdotal.
Si tuviese que subrayar algún aspecto en especial de su rica personalidad humana y sacerdotal destacaría sobre todo su fidelidad incondicional a Nuestro Señor Jesucristo y a la Santa Madre Iglesia. Cristo y la Iglesia fueron los grandes amores de su vida, a los que se entregó con absoluta generosidad, una generosidad que el Señor bendijo con abundantes frutos para el bien de la Iglesia y la sociedad. Amor y fidelidad que rezumaban en sus homilías, Cartas Pastorales, conferencias, publicaciones. Con palabra convencida y convincente exhortaba a vivir ese amor y a inculcarlo en los demás.
Una fidelidad y un amor especialmente significativos en la pastoral con los jóvenes y el Seminario. Precisamente acabamos de celebrar la XXVI Jornada Mundial de la Juventud en Madrid. La finalidad principal de las JMJ es propiciar en el joven una experiencia fuerte de fe, un encuentro con Cristo, que se convertirá en el centro de su vida, en la luz que ilumine sus pasos; también una experiencia de comunión con la Iglesia que le ayudará a encontrar su lugar en la comunidad eclesial. Es así como el joven responde a los interrogantes de su existencia, y puede comprometerse en la tarea de la nueva evangelización y de la renovación de la sociedad.
La celebración de las JMJs ha enriquecido enormemente la pastoral juvenil, reforzando los fundamentos, ayudando a volver la mirada a lo esencial y superando ciertos complejos a la hora de proponer un ideal para el joven, que no puede ser otro que la santidad. Y del mismo modo a subrayar la necesidad de la oración, de la Palabra de Dios y de la vida sacramental. El beato Juan Pablo II y el Papa Benedicto XVI han insistido especialmente en dos sacramentos que tienen un peso determinante en la vida cristiana: la Eucaristía y la Reconciliación.
Se da una gran coincidencia entre estos planteamientos y los que don Marcelo hacía en el seminario y en la pastoral juvenil en aquellos años setenta. De su magisterio recuerdo la primacía de la gracia como principio esencial de la vida cristiana, el amor a la Iglesia y la comunión eclesial, la fidelidad al Romano Pontífice. En tiempos de horizontalismos no poco excluyentes, él recalcaba el amor a los pobres y la acción caritativa y social de la Iglesia, pero también la necesidad de la oración, de la Palabra de Dios y de la vida sacramental. El horizonte que planteaba a los seminaristas era siempre la santidad, y lo mismo para los jóvenes.
Don Marcelo participó como obispo en el Concilio Vaticano II y vivió intensamente el periodo postconciliar, la recepción del Vaticano II. Fueron años difíciles y de gran complejidad a la hora de aplicar la doctrina y las disposiciones conciliares. Por otra parte, el proceso de secularización había irrumpido vigorosamente también en nuestra tierra con múltiples consecuencias, entre ellas la crisis de identidad en no pocos sacerdotes, que desembocó en un sinfín de secularizaciones y en el vaciamiento paulatino de los seminarios.
Esta es la situación que encontró a su llegada a Toledo, con un seminario que se iba diezmando a causa del desconcierto y de algunos experimentos fallidos. Se trataba de un problema general en buena parte de los seminarios de la Iglesia. En seguida tomó conciencia de la gravedad del problema y de la trascendencia que tenía la adecuada formación de los futuros sacerdotes para la vida y la misión de la Iglesia. No en vano el Decreto conciliar sobre la Formación Sacerdotal Optatam Totius, del Concilio Vaticano II destaca que el seminario es como el corazón de la diócesis.
Se aplicó con intensidad a la tarea, estudió a fondo la situación, llevó a cabo las consultas pertinentes, dialogó con todos los miembros de la comunidad educativa: formadores, profesores y seminaristas. Reflexionó a conciencia y llevó el tema a la oración buscando la voluntad de Dios en una cuestión de tal calado y gravedad. El fruto fue una carta pastoral —“Un seminario nuevo y libre, ¿más sacerdotes o más seglares?”— que dio la vuelta al mundo y propició a su vez un seminario que ha sido referente indiscutible en la Iglesia. Su deseo era un seminario nuevo con la novedad del Concilio Vaticano II, fiel a la Iglesia y abierto al mundo entero.
“Vivía” el Seminario y se desvivía por el Seminario. Somos muchos los testigos de cómo procuró siempre buscar los mejores formadores, los mejores profesores, los mejores directores espirituales. Recordamos cómo cuidaba la formación humana, la espiritual, la intelectual y la pastoral, cómo insistía en la formación permanente. También se empleaba a fondo personalmente para proveer al seminario de los recursos materiales necesarios, como un padre que busca el pan para sus hijos. Y lo mismo hay que decir de la pastoral vocacional, de la que todos somos responsables, pero cuyo primer responsable es el obispo. Don Marcelo era el alma y el corazón de aquel seminario que tan grandes frutos ha dado y sigue dando la Iglesia.
Pastor solícito, valiente y lúcido; siervo fiel y cumplidor que recibió muchos talentos y que los hizo fructificar abundante y responsablemente; sacerdote que se entregó con gran generosidad a la Iglesia, vivió la obediencia y aceptó el sacrificio y la cruz cuando se hicieron presentes en su vida. Desde el cielo interceda por nosotros.
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