De la sierra pobre a los pueblos negros por la muralla china
La carretera es tan secundaria, tan secreta, que no aparece en el mapa y el GPS se queda mudo
En la hospedería de la Puebla de la Sierra (que abre a las ocho de la tarde porque nadie aquí tiene prisa), antes de que la fría noche se eche encima del valle custodiado por tres picos (Porrejón, Pinilla y Porrejón Bajero), nos dibujan el camino con trazo sinuoso, como una sierpe de montaña. Se trata de la Muralla China, que enlaza la Sierra Pobre de Madrid y los Pueblos Negros de Guadalajara.
Llovió quedo, agua mansa, durante la noche, y están los robles alegres, agradecidos, y las nubes bajas, pegadas al circo de los cerros. Son nubes muy nuberas, de agua y egolatría, que solo cuando abandonamos La Hiruela se despiertan y empiezan a avanzar con rapidez sobre las cimas, como las tropas de Napoleón cuando invadieron Rusia. Dicen que hiruela es camino secundario, pero también reguero que traslada el agua de una acequia a las huertas. Nadie madruga, salvo la elegante dueña de una casa rural, alta, de pelo blanco, que parece sueca de estas serranías y toma café a la puerta de su negocio. Madrugan los animales, y el agua que, como en Prádena del Rincón, han encauzado albañiles con cordel y tiralíneas por la calle de En medio, y baja cantando día y noche.
Sin darnos cuenta, entramos en Guadalajara. Las fronteras son sutiles, pero cambia el firme y el nombre de las carreteras, y un quitamiedos que es barandilla de troncos tramperos sobre el Jarama, con quien nos volvemos a cruzar, más escueto de caudal. En un cruce de caminos sin señalizar tiramos por la derecha y acabamos en Cardoso de la Sierra. Un paisano que dice que «estos son los parajes más despoblados de España, más que los Pirineos», nos encamina.
Ángel nos confirma que no nos hemos extraviado. «La Muralla China está cortada por desprendimientos, pero se puede pasar». Pastor que se metió a político, «y por eso perdí a la mujer», Ángel se quedó viudo con cuatro hijos hace cuatro años: «No sé si se murió o me la mataron». Sigue a sus doscientas cabras con un «cuatro latas» que aparca en el arcén de la carretera que él mismo logró que asfaltaran, y «encima se me echaron encima». Salió escaldado. Ahora echa pestes de los ecologistas: «Son como los de ETA, protegen al asesino. No sé si fue el lobo o perros salvajes, pero donde el Pico del Lobo ya me mataron cuarenta cabras». Se lamenta de las soledades de estos páramos. En su pueblo, Corralejo, no son más de doce almas. Se va tras sus cabras, que, como en el refrán, tiran al monte: «Todos los refranes son ciertos», dice Ángel, que mira con franqueza triste y al dar la mano, que parece de roble viejo, cuenta su biografía.
La Muralla China serpentea entre dos orillas vertiginosas sobre un cañón por el que discurre el Jaramilla. La pista es de cemento con estrías, para cuando hiela. Entre abismos de laja pizarrosa, cielo de vitriolo azul en el que se columpian aviones y golondrinas, hay que pegarse a la carretera como lapas y no hacer caso de los derrabes: los vestigios de desprendimientos recientes avisan del peligro. Desde lo alto parece un tramo de la Muralla China trasplantada a Guadalajara: entre mojones de pizarra y almenas y rocas filosas vestidas con encaje de liquenes verdes, salvamos el río y nos vamos a Campillo de Ranas.
El Ocejón, señor feudal del macizo de Ayllón, pastorea la arquitectura negra de Campillo, Robleluengo y Majaelrayo. No pueden negarlo: son pueblos negros, «far West» de asperuras donde el viento no puede contra el encaje de bolillo de la pizarra. Esta noche aguzaremos
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