AL DÍA
18 de julio
Nadie lo diría, después de leer los periódicos, pero es un 18 de julio tranquilo en las calles de Madrid, por cierto, sucias como no las recuerdo
Nadie lo diría, después de leer los periódicos, pero es un 18 de julio tranquilo en las calles de Madrid, por cierto, sucias como no las recuerdo. De haber estado así las calles madrileñas hace setenta y cinco años, quién sabe si la Historia no hubiera cambiado: con estas calles, se quitan las ganas de echarse a la calle. Esto no se lo puedes decir a la gente del Ayuntamiento, porque el Ayuntamiento tiene la coartada de gastarse un Perú en servicios de limpieza. Sin embargo, las calles son intransitables, encogida la respiración del paseante por el amoníaco de las meadas, y el andar, por las basuras esparcidas. Da la impresión de que los barrenderos barrieran sólo las calles principales. Por ejemplo, la Gran Vía. ¿Y cómo barren la Gran Vía? A la vieja usanza: escondiendo las basuras debajo de las camas, siendo en este caso las camas las calles adyacentes, en cuyas aceras las chanclas de los turistas se quedan pegadas, embarazo del que sólo consiguen librarse gracias a una uñas como de gallina vieja, muy largas. El Ayuntamiento no da abasto. Sus mejores brigadas de limpieza parecen estar destinadas al servicio de los indignados de guardia en la Puerta del Sol, en cuyos muladares cacarean los gallos de la indignación mientras los hombres de verde ventilan la lendrera. En el fondo, no es otra cosa que la oficina electoral (oficiosa) de Rubalcaba. Pero de una ciudad de derechas como Madrid uno se espera unas calles oreadas como las de Burgos, Bilbao o Biarritz. O como las de Navalcarnero, probablemente el pueblo más limpio de la región. Si Ana Botella quiere ser un día alcaldesa, ya puede ir cogiendo la escoba. Hay otra solución, que es volver a pedir unos Juegos, y con el reclamo que eso supone, hacer una leva de voluntarios y darles una escoba. Desde luego, un espíritu verdaderamente olímpico requiere de cierta higiene: no se puede ir por la calle con una mano en la llama olímpica y la otra mano en la nariz. ¡Qué diría Coubertin!
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