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Los pecados capitales de la Gran Vía

Avenida centenaria que no esconde sus miserias. El vigía de Madrid está colapsado de delincuencia en su kilómetro de longitud. La Policía no da abasto: «Estamos desbordados»

Los pecados capitales de la Gran Vía JOSÉ ALFONSO

CARLOS HIDALGO

Irene esconde tres preservativos en su cinturón de plástico negro. Fuma como sólo saben las niñas que aprendieron a ser «bien pagás» antes que mujeres. Es una de las cuarenta (sí, cuarenta) prostitutas que pespuntean el tramo de la calle de la Montera más cercano a la Red de San Luis. Irene, que aguanta la sonrisa al cliente octogenario que la toma de la mano, no puede evitar agriar el gesto cuando un mendigo saca de una papelera un vaso con restos de batido y se lo bebe. Le da asco. A su espalda, el vestíbulo de una pensión hace las veces de sala de cacheos. Dos policías municipales registran a un par de jóvenes sospechosos de llevar droga encima. Los retienen allí media hora. Los dejan descalzos. Comprueban su documentación. Y una gitana rumana que no deja de mirar lo que lleva escondido en el bolsillo de su falda revolotea entre los clientes de la terraza de un bar. «MC»Son las siete de la tarde.

Estas escenas se producen el mismo espacio que ocupa la superficie del escenario de un teatro. Pero esto es la vida real. La de la Gran Vía, orgullosa de llevar a cuestas un siglo como vigía de Madrid. Y que no esconde sus pecados.

Nuestro recorrido comienza en la Red de San Luis, cordón umbilical entre Sol y Gran Vía. El plan de hostigamiento a los clientes del mercado del sexo brilla por su ineficacia, siete años después de arrancar. La ubicación de unas dependencias de la Policía Municipal y el patrullaje de agentes no han sacado a las meretrices de allí. La venta de sexo se ha multiplicado. Más allá de las chicas africanas, más agresivas, que toman la acera más cercanas a Telefónica al caer la noche, la madrugada puebla Fuencarral de travestis y transexuales que también hacen la calle. La mayoría provienen de la Casa de Campo.

Nadia es una prostituta ecuatoriana que lleva cinco años vendiéndose. Sabe lo peligroso que está el barrio. «Por eso no me voy con cualquiera —nos cuenta—. Además, las chicas negras son muy salvajes. Ayer sólo me hice 20 euros en toda la noche. Pero... ¿Dónde voy yo a trabajar?».

La calle con más hurtos

Pero el mercado de la carne no es, ni de lejos, el único problema de la zona. Fuentes policiales insisten en el hartazgo de los comerciantes de la avenida por los hurtos que perpetran mujeres rumanas y bosnias. Es la calle con más delitos de esta índole. «Estamos desbordados —explica un mando policial—. Apenas está penado y los culpables se declaran insolventes».

Siguiendo por el tramo que va hacia la plaza del Callao, la problemática se acentúa, pues del robo al descuido pasamos al perpetrado con violencia e intimidación, los atracos: los fines de semana, algunos turistas son asaltados por rumanos y magrebíes.

Álvaro es un joven que frecuenta la zona. Está harto. «Los fines de semana llega lo peor. Vas caminando y las prostitutas te agarran del brazo o de la cintura. No sabes si lo que quieren es robarte, porque como crean que vas borracho te quitan lo primero que puedan», se queja. Además, asegura que «si entras en un bar y dejas el móvil en la mesa o en la barra, te lo birlan».

La Policía Municipal y la Nacional emprendieron hace meses un plan de actuación conjunto contra la venta de bebidas y bocatas ilegales en la calle. Pero aún es fácil comprarle casi cualquier cosa a un chino. El auge se debe, coinciden tanto agentes como ciudadanos, a la crisis y a la penalización del «botellón».

Alcohol en las plazas

Hablamos con un grupo de chavales de entre 22 y 25 años que engrosan la clientela de estos comerciantes ilegales. Saben que las condiciones higiénicas y sanitarias son pésimas. «Pero es que nos gusta el riesgo. Además, hacemos “botellón” o fumamos dentro de la discoteca, que también es ilegal. Bebemos en la plaza de los Mostentes, en Santo Domingo o en la de la Luna», explican.

La labor policial en este sentido se ha intensificado. «Ahora nos resulta más fácil denunciar a los vendedores chinos —indica otro policía—. Ya les conocemos y podemos identificarles. En la misma calle le levantamos el acta de venta ambulante, sin necesidad de trasladarlos a comisaría».

Ahora, con el sofocante calor, quienes por la noche venden cervezas a 1 euro en cualquier esquina entre la Red de San Luis y Callao se apostan por el día ofreciendo abanicos a 2 euros. «Son españoles», es lo único que acierta a decir sobre su mercancía un vendedor chino. Algo más pintorescos son los limpiabotas mexicanos, que le han tomado el relevo a los tradicionales españoles, que parece que se han ido jubilando, al tiempo que han echado el cierre teatros y cines para dar hueco a más y más superficies comerciales. Pedro es uno de los «Reyes del Brillo», que es como se denominan. Tiene 55 años y trabajaba en la construcción, pero la crisis (¡otra vez la crisis!) le dejó sin empleo. «Saco 30 euros al día, lo justo para pagar el alquiler de una habitación. Se me acabó el paro y necesito dinero, por eso me planteo regresar a mi país». Son la otra cara del poderío económico de la avenida. José, español de 54 años, ya ha tocado fondo. Lleva casi dos años en la calle, tras perder su trabajo en un restaurante, cuando tenía 52: «El Estado me da 426 euros al mes... ¿De qué me sirven? Estoy separado y tengo un hijo de 30 años, al que hace 26 que no veo». Pero la ciudad sigue su curso.

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