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El Museo del Prado analiza el nacimiento del género del paisaje en la pintura

Desde el martes, el Museo del Prado abre sus puertas al paisaje y el paisajismo en una gran exposición organizada junto al Louvre y el Grand Palais, de París

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delfín rodríguez

Poseen las pinturas de paisaje la extraña condición de que, cuando se observan, parece que reconocemos lugares propios de la naturaleza , con sus accidentes característicos y un largo elenco de azares. Y no, entre ambas no existe esa identidad real, sino que se va a la naturaleza a reconocer paisajes vistos en la pintura , la miramos con intencionalidad artística o cultural, histórica o poética, incluso con encuadres propios de los artificios de las artes, ya sean diagonales, a vuelo de pájaro, con horizontes altos o bajos, a veces ocultos. Así, es la mirada la que descubre la emoción del paisaje y le dota de significados muy distintos según quien observe o pinte.

Es la mirada, pero también son la palabra, la descripción, el apunte o la pintura las que descubren paisajes en la naturaleza. Y es que la naturaleza no sabe de aquellos, mientras que los paisajes ayudan a mirarla, a contemplarla, dotándola de valores morales, religiosos, literarios, filosóficos o emocionales que no son suyos, sino de quien mira o pinta esas imágenes. Es más, la naturaleza ha sido pintada en esa época como si fuera antigua, histórica, porque hay pinturas de paisajes que parecen propias de una antigüedad clásica, de otro tiempo, o de tiempos modernos o naturaleza sagrada y literaria.

Lo adecuado a la narración

De este modo se han pintado atardeceres antiguos o característicos de las luces del amanecer, incluso nocturnos o trágicos , los que se consideraba adecuados a la narración puesta en escena. Es decir, apropiados a las intenciones culturales y artísticas del pintor o el mecenas que encarga la obra, al tema representado, incluso cuando los pintores comenzaron, en la época fascinante que recorre esta exposición (1600-1650) , a pintar al aire libre, del natural, sabiendo que se trataba de notas, de apuntes destinados a ser reconstruidos en el taller , reordenados en la pintura final, en el artificio del paisaje pintado con diferentes intenciones, emocionales o históricas, propias del recuerdo del viajero, o filosóficas; del descanso en villa de príncipes y prelados, y también religiosas, como si la naturaza pintada estuviese destinada a responder del drama o el misterio de lo sagrado o del placer del ocio y de la cultura, de la filosofía o la ciencia.

El paisaje comienzó a tener una progresiva autonomía a partir del Renacimiento

No en balde, de Poussin –presente aquí con obras inalcanzables y justamente elegidas como modelo canónico del ideal del paisaje clásico– se afirmaba que pintaba «con la mente» , o que para entenderlo había que saber mirar como lo hacen los geómetras. Pintura moderna y clásica, pero de un clasicismo que no es arqueológico, sino propio de la memoria, filosófico, moral y científico, como si la naturaleza, como dijera Galileo, hablase la lengua de las matemáticas. Neoplatonismo y neoestoicismo patentes en tantas pinturas de paisaje en esta época, y que la exposición recorre con ejemplos inolvidables de Carracci , considerado con razones sobradas el iniciador a principios del XVII de esta tradición ideal del paisaje clasicista que en la Roma de los años treinta e inmediatamente posteriores encontraría su más perfecto y apasionante laboratorio de experiencias con los paisajes pintados, sabiendo de la tensión que el arte, la geografía y la Historia mantienen con la naturaleza.

Mucho más que un género menor

Considerada desde el Renacimiento un género menor como la naturaleza muerta, comienza a tener una progresiva autonomía desde su condición de escena de pinturas de Historia, mitológicas o religiosas –como eco simbólico que acentúa retóricamente la narración figurativa– a género independiente en el que las figuras se reducen de escala y de tamaño como si se tratase de elementos propios del paisaje pintado, intercambiables figuras y árboles, montañas y edificios, fuentes y animales, excusas para la pintura. Y los pintores tuvieron conciencia temprana de las oportunidades que permitía este género menor – espacio de libertad inesperada en el que pesaban menos las estrictas reglas de los géneros mayores–, nacido de los «lejos», como se decía en español de los cuadros de Historia o los religiosos. Y comenzaron a construir artificios en los que el paisaje se componía de motivos ideados, aunque aparentemente presentes en la realidad, con el fin de proporcionar incluso un aire antiguo y clásico, imagen del pensamiento –aunque también de las emociones– a la naturaleza, ayudados por aficionados y teóricos, por aristócratas y cortes (como Felipe IV y su espectacular programa de paisajes para el Buen Retiro o Francesco Barberini ), y entre los primeros se encontraban nombres tan significativos como Giustiniani, Agucchi, Bellori, Malvasia o Malvezzi .

Los pintores tuvieron conciencia temprana de las oportunidades del género

Lo hizo de manera extraordinaria Claudio de Lorena , que dotó de color dorado a tantos de sus paisajes, en los que el capricho de los mismos alcanzó a la arquitectura, siguiendo en esto, como otros muchos, las intuiciones de Agostino Tassi y de Carracci, como asimismo hicieron Domenichino o Pietro da Cortona . Así, lo real de la naturaleza, de la ciudad o de la arquitectura era compuesto para alcanzar ideales antiguos, filosóficos, arcádicos , que sin ser nunca del todo filológicos (menos en el caso del espléndido Lemaire , coleccionista de erudiciones y luces), confrontaban en el espacio de la pintura lugares nuevos, paisajes ideales, dorados, trágicos, emocionales también –como ocurre en Salvator Rosa o Gaspar Dughet –, pero que solo existían en lo pintado, como enigmas o discursos teóricos, o expresaban el tiempo del pintar, tal como ejemplarmente hiciera Velázquez en su vista del jardín de Villa Medici en Roma (1629-1630). Compleja y maravillosa historia narrada ahora en El Prado con casi noventa pinturas y treinta dibujos.

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