ACABO de hacer un viaje relámpago al País Vasco —día y medio—, pero tan intenso que mantuve doce entrevistas en medios de comunicación y hasta me dio tiempo a callejear un poco por Bilbao y Vitoria. La impresión: aquello está mucho más tranquilo que en mis visitas anteriores. No me atrevo a decir relajado porque sería incierto. En cuanto se escarba un poco, se aprecia que todo el mundo es consciente de que el problema de fondo vasco, el terrorismo, sigue ahí, al acecho. Es más, podría reaparecer en cualquier momento. Pero la posibilidad ha disminuido, y eso se debe principalmente a la acción moderada que ha venido ejerciendo un gobierno socialista apoyado por los populares.
¿Entonces —puede que me pregunte alguno de ustedes— el notable avance de Bildu en las elecciones no ha tensado el ambiente? Lo ha tensado, en efecto, pero más que nada, para el PNV —es mi respuesta—, hasta el punto de que puede decirse que el gran perdedor de las últimas elecciones ha sido el partido de Urkullu. De monopolizador en las urnas del nacionalismo, se ha encontrado como un competidor mucho más fuerte del que esperaba, con perdida de bastantes alcaldías y situarle en otras en el dilema de retratarse como aliado de Batasuna —es decir, de Eta— si quiere conservar otras. Y es que la política es una eterna paradoja. Como la vida.
Y eso no es lo peor para el PNV. Lo peor para el PNV es que, a la larga, tiene perdida esa batalla. La tiene perdida porque el nacionalismo es, más que una ideología, un sentimiento. Como los partidos nacionalistas son, más que partidos políticos —productos de la democracia— religiones políticas, de ahí la proliferación de sectas en ellos. Y tanto en el terreno de los sentimientos como en el de las sectas, se imponen siempre los radicales, los cruzados de la causa, por ser los que con más pureza la representan, por hablar al corazón, no a la inteligencia de sus seguidores. Ese es el dilema, cada vez más intenso, que tendrá que afrontar de aquí en adelante, el PNV: decidir si es un partido político normal o un movimiento quasireligioso, en vez de navegar entre ambas orillas, como viene haciendo con notable éxito, al pescar votos tanto a babor como a estribor.
Queda siempre el peligro de que Eta, al comprobar el notable avance de los suyos, decida ir a por todas y actuar de la única forma que sabe: la violencia. Un peligro que no hay que descartar con gentes movidas más por lo irracional que por lo racional. Pero de momento, Bilbao y Vitoria se parecen bastante más a lo que siempre fueron: la ciudad vasca más cosmopolita y la más española de las ciudades vascas. Me dirán que quedan San Sebastián y la Euskadi profunda, los caseríos. Y les daré la razón. Pero por algo se empieza.