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Lampedusa, la isla hundida

Hasta no hace mucho, era un atractivo destino turístico. La oleada masiva de inmigrantes y el abandono del Gobierno italiano han arruinado su imagen

Lampedusa, la isla hundida a. g. FUENTES

ÁNGEL GÓMEZ FUENTES

Esto es la ruina. La mala imagen que nos ha dado la llegada de inmigración ilegal ha destrozado la temporada turística». Es la frase más escuchada en la calle, o en cualquier tienda, restaurante u hotel de Lampedusa, cuya economía se basa en el turismo y la pesca. Giovan Battista, propietario de un desolador restaurante, hace su dramático balance: «Hago una media de tres o cuatro clientes por comida y cena, cuando el año pasado por estas fechas daba unas 35 comidas y otras tantas cenas. Dispongo también de habitaciones, que están vacías. Hace un año había más de 5.000 turistas en la isla. Hoy habrá unos 300. Dejo de ganar unos 40.000 euros cada mes de verano».

En Lampedusa se palpa el abandono y el desamparo, como si fuera una isla dejada de la mano de Dios. Su alcalde, Bernardino De Rubeis, dice con rabia: «Silvio Berlusconi vino en abril como un salvador, prometiendo los Diez Mandamientos. Ahora debería regresar, no para darse un paseo, sino para traer serias respuestas. Nos contentamos con pocas cosas». En el recuerdo de todos los italianos quedan algunas de sus demagógicas propuestas, como construir un casino y un campo de golf. El cantante Claudio Baglioni, quien tiene casa alquilada en la isla, comenta que los habitantes se lo tomaron a guasa: «Prometer un campo de golf en una isla donde el agua se compra de naves-cisterna y el campo de fútbol es de tierra, es ridículo. Los lampedusanos todavía se están riendo». Ríen sí, pero no ocultan su indignación: «Aquí todos debemos tener una cisterna en casa. Pagamos una media de cincuenta o sesenta euros al mes por el agua, que ni es potable. Para beber la debemos comprar en botella. Y nos toman el pelo con la promesa de un campo de golf».

«Tiradlos al mar»

Todavía se recuerda la rabia y tensión que vivieron los 5.800 habitantes de Lampedusa cuando en marzo fueron invadidos por una ola de inmigrantes tunecinos, y se creó un problema de seguridad e insalubridad. Las mujeres encabezaron la revuelta, encadenándose en el muelle para protestar contra el Gobierno de Berlusconi. Se llegó a la exasperación. El comandante del puerto de Lampedusa, Vittorio Alessandro, recuerda el momento más penoso de aquellas jornadas: «Fue cuando algunos habitantes de la isla rechazaron nuestra motonave llena de prófugos al grito de “tiradlos al mar, tiradlos al mar…”. Los lampedusanos estaban desesperados. Fue solo un momento. Porque se debe resaltar que en esta tierra predomina el sentimiento de la acogida y solidaridad».

El rescate de Lampedusa ha partido de Claudio Baglioni, al que han acompañado una veintena de cantantes —entre ellos Enrico Ruggeri y Luca Barbarossa— en un concierto de cinco horas, y al día siguiente otros cuatro conciertos repartidos en lugares simbólicos de la isla, bajo el lema «Lampedusa, álzate». Es increíble que el impulso para que la isla recupere su imagen haya tenido que partir de los cantantes y no de la política.

No hay día ni noche en calma en Lampedusa. La Guardia Costera vigila siempre y así ha podido salvar a miles de inmigrantes: «Quien está en dificultad debe ser ayudado. Nos lo dice la ley del mar y la del corazón. Al menos diez mil pueden haber desaparecido bajo las aguas desde comienzos de año», afirma el comandante Alessandro.

El día que se sintió africana

En las labores de salvamento también han estado en primera línea los lampedusanos. Grabado quedará en la memoria de esta isla el 8 de mayo, cuando Lampedusa se sintió africana: una nave con 528 prófugos, entre ellos muchos niños y mujeres (24 embarazadas), procedente de Libia encalló en la noche entre las rocas cerca del puerto. Los socorristas se lanzaron al mar y se formó una cadena humana que parecía infinita, compuesta por militares, policías, pescadores y voluntarios que se pasaban de mano en mano los inmigrantes, recogiendo entre las aguas o al vuelo niños que, por el pánico, se tiraban al agua sin saber nadar.

Por una noche, toda Lampedusa se sintió allí, en el agua gélida iluminada por faros, salvando uno a uno todos los prófugos. De las casas lampedusanas salieron vestidos y comida para los subsaharianos, procedentes fundamentalmente de Etiopía, Ghana, Eritrea, Congo, Somalia, Mali, Costa de Marfil y Senegal. «He visto muchas familias que, además de sacar ropas de sus armarios, abrieron sus puertas para ofrecerles comida, incluso permitirles ducharse», comenta el joven sacerdote Dario Monreale, quien al mismo tiempo se hace eco de las críticas lanzadas por la jerarquía eclesiástica contra los gobernantes italianos y europeos: «Hacen falta hechos, no palabras».

Desgraciadamente, tres jóvenes inmigrantes se quedaron atrapados bajo la nave. En sus ataudes se colocó un mensaje que era a la vez una caricia y una acusación: «Tu madre esperará para siempre tu retorno». Los enterraron en el pequeño cementerio de Lampedusa bajo un manto de cal blanca sin nombre, junto a otros desgraciados también muertos en este mar, sobre los que solo hay escrita una palabra: «Extracomunitario».

Ante estas desgracias, el párroco de Lampedusa, Stefano Nastasi, dirige el dedo acusador contra «la hipocresía de las muchas palabras vacías pronunciadas por quien gobierna Italia y Europa».

Cementerio de naves

El drama de esta bella y árida isla, situada a 205 kilómetros de Sicilia y 113 de Túnez, se encierra también en otro cementerio sobrecogedor: bajo el sol implacable del verano aparece un depósito de embarcaciones que un día fueron clandestinas. Son más de 250. Una sobre otra, una dentro de otra. Este «cementerio» de naves en descomposición es como una especie de montaña del dolor, casi un monumento a la desesperación de miles de africanos. Muchas son de madera. Otras, de hierro. En todas impresiona su fragilidad: eran viejos pesqueros ya en desuso, sin ningún tipo de seguridad, que los traficantes de seres humanos llenaron de inmigrantes como si fueran mercancía. Barcos que flotaban con dificultad e iban a merced de las olas en cuanto abandonaban la costa, buenos solo para ser demolidos como chatarra. Así acabaron ahora.

En estas naves han llegado a Lampedusa 42.000 inmigrantes desde comienzos de año; de ellos, 26.000 tunecinos, y el resto subsaharianos que huyen de Libia. Es casi un milagro que después de cuatro o cinco días de navegación, los prófugos logren poner pie en Lampedusa. Por el camino, tragados por las aguas, se han quedado desde comienzos de año unos 1.500 inmigrantes, incluidos los 250 del naufragio del 8 de junio, frente a las costas de Túnez. El barco, sobrecargado con 800 subsaharianos, había navegado dos días hasta que se averió el motor. La guardia costera tunecina pudo rescatar 587 personas.

Todo se repite como si fuera un guión muy conocido: «Por el pánico y la angustia de querer salvarse,—comenta el comandante Alessandro— los inmigrantes se dirigen a un lado de la nave, que termina por volcarse y causar así la tragedia. Hay otros dos factores que agravan la situación: la gran mayoría no sabe nadar y en los últimos tiempos están llegando en barcas que están en muy mal estado».

«Bombas humanas»

Gadafi no es ajeno a estas tragedias, pues parece que utiliza a estos pobres prófugos como carne de cañón, como bombas humanas lanzadas contra Italia y Europa. De hecho fue una de las amenazas que hizo al principio de la guerra. «Si escuchamos los testimonios de los prófugos, parece que hay una organización para que los flujos migratorios procedentes de Libia no sean espontáneos, sino controlados. Las personas son agrupadas en Zanzur o en el puerto de Trípoli, cargadas en lotes y puestas en el mar en viejos pesqueros», afirma Laura Boldrini, portavoz del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Se ha llegado así a récords de desembarcos y de tragedias en un solo día, con riesgo de que la situación se agrave, porque «cualquier barca que parte de Libia entraña en sí misma un grave riesgo», añade Boldrini.

El escritor Claudio Magris, premio Príncipe de Asturias, denunciaba hace una semana que los muertos en el mar «ya no conmueven». «En algunos periódicos —añade—, doscientos muertos o desaparecidos en el mar, en una huida de la desesperación, no terminan ya ni en la primera página. Por tragedias análogas, hace algún año un primer ministro al menos sentía el deber de conmoverse públicamente. Pero al convertirse en una crónica habitual, nos hemos insensibilizado». El presidente deItalia, Giorgio Napolitano, le respondió afirmando que, en efecto, «es necesaria una reacción moral y política contra la indiferencia».

Por el contrario, los que siguen conmoviéndose son los profesionales que hacen frente cada día a la emergencia migratoria. El responsable sanitario de Lampedusa, el Dr. Pietro Bartolo, de 57 años, comenta con sincera emoción que en los dos últimos meses ha atendido a más de 100 embarazadas procedentes de Libia, Nigeria, Ghana, Malí o Sudán: «El 5 de mayo llegaron treinta. Les empuja al mar la esperanza. No tienen miedo a la muerte porque si no huyen se mueren igualmente. Cuando llegan mantienen una gran dignidad y están dispuestas a trabajar en cualquier lugar para dar un futuro a sus hijos». ¿La mayor emoción? Responde el Dr. Bartolo: «Ayudar a dar a luz poco después del desembarco a una joven nigeriana. Me dijo que la niña había sido un regalo inmenso y que la llamaría Gift (regalo)».

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