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Columnas / CAMBIO DE GUARDIA

Antipolítica

Un crío con un portátilpuede hablar de tú a tú a cualquier poderoso.Y ganarle la partida

Día 18/05/2011

EN la red hay otro mundo. No es visible. Pero puede que sea el único vivo. Emergen síntomas de él. A veces. La mayor parte del tiempo, los de arriba, perdidos en la perpetua repetición, ni lo sospechan.

Internet no es un espejo, sin embargo. Del mundo. Es otro mundo. Añadido. Cada vez, más ajeno al primero. Y, en la misma medida, mucho más interesante. Un mundo en el cual las jerarquías consolidadas por pereza e inercia, que rigen en el viejo, no imponen su rodar automático. Por primera vez, desde que el Estado moderno existe, un crío con un portátil, conectado a la red en cualquier punto del planeta, puede hablar de tú a tú a cualquier poderoso. Y ganarle la partida. Ya se trate de movilizar a ciudadanos sin nombre, a los cuales nada salvo la red misma —nada— une frente a prácticas de gobierno hasta hoy invulnerables, ya se trate de romper los monopolios abusivos de las corporaciones que regentan literatura, arte o música… Porque, en el fondo, no va de eso. En el fondo, lo del ciberciudadano va esencialmente de un rechazo práctico del Estado. De la puesta en marcha de un mundo subterráneo, el de la red, que no deja lugar a Estado, nación o frontera. Mucho menos, a todos los lugares comunes que esas instituciones han ido acumulando en sus siglos de existencia.

Los hemos visto, hace unos meses, poner en jaque a los grandes del planeta en torno a la abusiva persecución de Julian Assange y de WikiLeaks. Los hemos visto, en España, triunfar sobre los anacrónicos empeños de la SGAE en preservar un sistema de comercialización musical ya náufrago de un tiempo infinitamente lejano: porque, en la red, los minutos valen años y las semanas siglos. Y hemos visto —los que saben ver, no tantos— la bella arrogancia con la cual reivindican la ausencia de rostro, que es lo más característico de ese universo de letras y guarismos que es Internet. Anonimous es —en desenfadado homenaje al protagonista de Vindicta— la más divertida intervención política de estos años, en un país donde la política es esencial aburrimiento. No creo que esta vez consigan mucho, en su empeño de animar a la deserción de las urnas. Pero sólo intentarlo anima más que todo lo aquí hecho desde 1975.

Los chavales de anteayer en la Puerta del Sol madrileña eran una paradójica mezcla de ambos mundos: lo más viejo y lo más nuevo. Una anacronía desoladora se enseñoreaba de sus carteles y consignas. Que eran, en buena parte, espejo de la infantilización de la España contemporánea: cascarilla crujiente de palabras tan muertas como «socialismo» o «anarquía», como «izquierda» o «derecha», como «progreso» o «reacción»… Y, por debajo, algo prodigioso, hasta hace pocos años impensable: la capacidad de movilizar a cientos o a miles, sin estructura organizativa alguna, sin jerarquía, sin líderes, sin sindicatos, sin partidos, sin nada. Sólo con la red. Y con un portátil de cuatro perras. Y una wifi gratuita en cualquier cafetería.

Es un mundo confuso. Que, las más de las veces, ni siquiera conoce su propio rostro. Y que debe enmascararse, cuando emerge al exterior, bajo caretas anacrónicas, por completo inapropiadas. Pero es el único futuro de la democracia. Si es que la democracia tiene algún futuro.

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