El árbol de Terrence Malick, hecho leña
La llevaba esperando este Festival más de un año y llegó la película como si fuera una estrella de rock, con gente acampada a la puerta desde las siete de la mañana para no perdérsela. La película más deseada, la gran favorita, «The tree of life» («El árbol de la vida»), de ese cineasta realmente a vigilar llamado Terrence Malick, se presentó en la gran sala del Palacio, con más de tres mil localidades, y rebosó hasta llenar otra sala enfrente... Dos horas y media después de haber empezado, aquello terminó y consiguió el más absoluto de los equilibrios: tantos pitos como aplausos...
La pretensión de Malick con esta película es, como siempre en él, mayúscula, y se diría que se ha puesto frente al mundo y le ha dicho: voy a verte, a explicarte, y lo haré mediante la pura poesía. Y en efecto, hay visiones, explicaciones y poesía..., y una monumental obra cuya mitad, más o menos, son efectos visuales, miradas espaciales, aéreas, con mucho aderezo de nubes, de fuegos, humos y aguas, y con una voz en «off» que le otorga al cuadro un cierto olorcillo a Juan Salvador Gaviota. Pero hay otra mitad, la que se dirige a explicar la existencia, la niñez, la familia, la vida, el tránsito hacia la muerte, y que se centra en una familia, en los recuerdos infantiles de un hombre y en el momento de la muerte de uno de sus miembros. Y, en fin, negarle a «El árbol de la vida» algunos momentos de sublime sensibilidad y de máxima belleza y «verdad» sería igual que negarle los otros, esos que parecen causados por algún producto estimulante o por la lectura de la letra pequeña del decálogo de alguna secta.
Con un ansia enfermiza, Malick pretende atrapar algunos secretos insondables del ser humano y su relación amorosa y divina con el universo, y revela volcanes, lluvias y soles en la relación de padre e hijos, pero también le ocurre que su cámara porosa en vez de atrapar «dios» recoge nada más que «aire» con imágenes celestiales, puertas al más allá, naturaleza eternamente viva, rascacielos, desiertos y una especie de entrega panteísta del hijo muerto. Da la impresión de que en la lucha de la película entre la locura y la lucidez, pues ninguna ha pasado de un empate. Era la gran favorita para ganar la Palma de Oro de este año, y habrá que pensar, tras su conflictiva proyección y visión, que lo mejor será dejarla sin el «gran»; es decir, favorita y gracias.
Jornada aburrida
Y el día no hizo más que empeorar, pues la otra película a competición era una estilosa chorradilla titulada «L’apollonide», de Bertrand Bonello, una mirada sin otro sentido que el decorativo a una elegante casa de prostitución de finales del siglo XIX. Miradas lánguidas, diálogos sin fuerza, champán más o menos igual, mucha lencería en desuso, señoritas aburridas, aunque no tanto como su clientela y todos ellos mucho menos que el espectador. Sólo hay un punto alto de emoción, pero el buen gusto del director procura eludirlo, cuando un cliente tronado agrede brutalmente a una prostituta… Con algo así, Clint Eastwood tramó una de sus obras maestras, «Sin perdón», pero Bonello quiere contar otras cosas (ovejas, yo diría).
Y la puntilla la vino a dar Bruno Dumont en la sección Une Certaine Regard con la película «Hors Satan», que convertía la de Bonello en una auténtica juerga nocturna. Dumont es también como Malick, pero sin apenas motivo, de esos que miran al mundo y lo entienden todo. En esta ocasión consigue hacer una película de casi dos horas con solo cinco momentos (de un minuto o poco más) de interés acompañados por enormes balas de paja seca empaquetada. Con la vulgar pamema del bien y el mal, con unos personajes fraudulentos, adorna de vacío una historia que es absurda hasta que se convierte, al final, en ridícula con un «milagro» que haría desternillarse a Dreyer. Los eternos paseos de aquí a allá y su pretencioso seguimiento del protagonista, al cual convierte en San Capricho, permiten, eso sí, empaparse de los bonitos paisajes y darse cuenta de que es más difícil hacer una película que explicarla en un pressbook.
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