UNA desgana atroz lo va ganando. ¡Menos de una semana…! Y el domingo, de nuevo, habrá de afrontar la carga insalvable del rito. Nada de lo que a ayuntamientos ni a eso a lo cual llaman ahora «autonomías» le concierne. En nada. A decir verdad, de las segundas no sabe ni lo que el vocablo significa, más allá de la imposible «autonomía moral» que soñó el ilusorio Immanuel Kant. Su vida se desliza —trata de deslizarse— por paisajes menos abstractos: lo cual equivale a decir una pizca menos necios. ¿Por qué esta melancolía salvaje, sin embargo, que le puede, cada vez que se acercan las fechas convenidas por hombres e instituciones a los cuales desprecia? ¿Qué podrían tener de común con él esos parásitos que viven de orquestar las vacías Semanas de Pasión que preceden al Sumo Sacrificio de las urnas? Nada. ¿Nada…? Sabe que no es cierto. Odia lo humano porque es humano. Él.
En los libros de su biblioteca, él aprendió otras cosas. Pero eso sucedió hace mucho y era joven. Le vuelve la memoria del Sieyès que inventa la democracia en 1789: «No sólo la nación no está sometida a una Constitución, sino que no puede estarlo, sino que tiene el derecho de no estarlo, lo que equivale a decir que no lo está». O del trágico Robespierre que ve oscilar la democracia entre la virtud cuyo nombre político es terror y el consenso que es eufemismo dulce de la corrupción. O el Danton que se dirige a su verdugo: «Muestra bien mi cabeza al público tras cortarla; es una cabeza que vale la pena». O el más primordial, aquel joven Saint-Just al cual la guillotina no permitirá cumplir los 27 años: «La libertad del pueblo está en su vida privada. No la perturbéis»… Tanta inteligencia, para acabar en esto. Tanta fe invertida en alzar un templo a la superstición más mediocre.
¿En qué quedó la nueva religión a la cual diera el último decenio del siglo XVIII nombre de democracia? ¿Qué ha sido de aquellos santos laicos que, como Graco Babeuf, ofrendaron su martirio a la consumación de un destino humano de igualdad paradójica? En eso piensa, al inicio de esta semana. No quisiera tener que responder. Pero ha de hacerlo:
—Quedó en esto. Es esto. Los peores. Los peores, sin comparación posible con el resto. Aquellos a los cuales gandulería e ignorancia hicieron incapaces para vivir de otro modo que no sea a costa de la extorsión legal de todos. A eso quedó reducida una casta política que, en sus inicios, hace algo más de dos siglos, apostaba por la certeza de ofrendar su vida en grandilocuente —pero veraz— martirio sobre el altar humano. Lo único que sacrifica hoy el político es a sus conciudadanos, si no se ajustan al milímetro de cuanto se les exige.
¡Dios que hastío!, susurra para sí solo. Una semana más. Luego la humillación de ver la gran liturgia transformada en esto. El dolor envilecido de tener que elegir al menos malo. El remordimiento de saber qué es lo que queda frente al universo contrastado de los pésimos. Cualquiera menos Zapatero: lo que sea. Cualquiera menos cosas como Chacón o Rubalcaba (Pili y Mili con y sin barba). Cualquier sandez menos las de Blanco… ¡Lo que sea!, se repite. Pero no le consuela. Aún más bajo, sólo el lo oye, silabea: ¡Dios, ciertamente Dios, qué mortífera desgana!