EN tiempo de elecciones los candidatos solían parecer más cercanos y amables; dulcificaban su discurso, se mezclaban con la gente y besaban a los niños al menos mientras había reporteros delante. Las campañas suavizaban el perfil hierático de los políticos y acortaban siquiera durante unos días su altiva distancia con los administrados. De un tiempo a esta parte, sin embargo, las únicas aristas que pule el período electoral son las faciales, y ello en virtud de un abuso del photoshop que convierte a los tribunos en máscaras postizas y los somete a un filtro intensivo y radical de tratamiento plástico. Lejos de rejuvenecer sus rostros y dulcificar su expresión, la manipulación gráfica de los carteles uniforma los caretos de la dirigencia pública en una estética acartonada que borra el tenue atisbo de proximidad que quedaba en el ejercicio de la política. El carrusel callejero, los apretones de manos y otros ritos de contacto directo van pasando a la historia sustituidos por urgentes comitivas de coches de alta cilindrada con cristales ahumados, y el candidato acaba por ser tan sólo una efigie momificada colgando de una farola o un crispado busto parlante que vomita improperios en dos dimensiones a través de la televisión o de las redes sociales.
El photoshop, que ha acabado en la práctica con el valor documental de la fotografía, está liquidando también las últimas trazas de humanidad en el escenario político, que son las que la vida deja en sus actores a través de arrugas, canas o peculiaridades fisonómicas. Reducidos a maniquíes de colorín con técnicas de laboratorio, los dirigentes han perdido la personalidad facial a medida que disuelven también la intelectual entre un fárrago de consignas ajenas. Se han transformado en un dibujo estereotipado y serial, plano y ausente no ya de ideas y de proyectos sino hasta de semblante propio, que es el escaparate de la individualidad, el sello de marca de un carácter. Suprimida toda huella de experiencia o de estilo, se quedan en meros bocetos de sí mismos. Más jóvenes, creen ellos, cuando en realidad están sólo más gélidos, más desangelados, más exánimes. Más vacíos, si es posible.
Felipe González, a quien el tiempo ha moldeado una expresión abotargada de buda resabiado, bromeaba el otro día sobre el retrato retocadísimo de Esperanza Aguirre diciendo que le gustaría volver a ser candidato para que le quitasen años en la cartelería. No es tan viejo como para no haberlo experimentado; a él le camuflaban los zorrunos surcos de amargura y rencor que habían arado en sus facciones los largos años de poder. Pero tiene razón en que este maquillaje despendolado es una extraviada farsa —otra más— de una política en la que sólo importa lo aparente, lo banal. Y en la que la obsesión iconográfica intenta difuminar la realidad esencial de que a partir de cierta edad, todo el mundo es responsable de su cara.