ALFREDO Pérez Rubalcaba, de quien suele afirmarse que es muy listo y muy astuto, tiene la habilidad de emitir afirmaciones que parecen incontestables y que son, de hecho, grandes falacias. Ayer, en la sesión del Congreso en la que se escenifica el control parlamentario al Gobierno, el vicepresidente que manda le dijo a Soraya Sáenz de Santamaría, con el aire de perdonavidas de quien se siente propietario de la verdad, que España es el «único sitio donde la oposición tiene menos credibilidad que el Gobierno». Valga la licencia de reducir un Estado con dificultades para concretarse como Nación a la condición de «sitio», algo que no cuadra en ninguna de las acepciones que, según el DRAE, le caben a la palabra; pero dar por sentado, contra la evidencia sociométrica, que el Gobierno en el que se integra, el de José Luis Rodríguez Zapatero, tiene credibilidad es espatarrarse con un pie apoyado en la fantasía y el otro sujeto en la firme intención de engañar al auditorio.
La peripecia parlamentaria a la que me refiero, tan insustancial como sintomática, es una prueba más de la escasez democrática en la que nos hemos instalado sin que cunda el reproche ciudadano. Lo que nos importa, en todo caso, es la credibilidad del Gobierno que, téngala o carezca de ella, se escuda en la insuficiencia que pudiera tener el principal partido de la oposición. Rubalcaba, instalado en el virtuosismo de la artimaña, trata de defender algo tan indefendible como el Gobierno en que se incrusta y, esa es su astucia, convierte en electoreras sus intervenciones públicas. Hace ya tiempo que el rumbo gubernamental no apunta al interés de la Nación. Se concreta en su perpetuación en el poder y, como ayer mismo señalaba la portavoz parlamentaria del PP, el zapaterismo —lo que queda de él— se sustenta en tres patas: «Negación de la realidad, imcompetencia para hacerla frente y huida de toda responsabilidad». Un ajustado retrato del líder socialista y, lo que es peor, de los más caracterizados miembros de su equipo y —más que peor, pésimo— de quienes pueden sucederle en el PSOE y como aspirantes a La Moncloa.
En una penosa situación como la que vivimos, con riqueza menguante y paro creciente, no es cosa de andarse con martingalas de barriada, meramente clientelares. Es exigible a quienes tienen la responsabilidad del Gobierno renunciar al engaño y centrarse —al precio que fuere, como anunció el propio Zapatero— a la solución del problema que abruma a cinco millones de ciudadanos y que, en su arrastre, engorda el déficit y hace crecer la deuda sin que el Estado y sus suburbios recorten radicalmente el gasto público.