Nuestro Fukushima

Decida lo que decida hoy el Tribunal Supremo sobre la demanda del Estado contra las candidaturas de Bildu, no será esa una resolución que vaya a influir de manera significativa en la vida futura de los españoles. A corto plazo, porque no se trata de un fallo definitivo; y más allá, porque el asunto de ETA les ha dejado de importar hace ya tiempo y porque el final de la banda, aunque siga un itinerario zigzagueante y proceloso, es inexorable. Con independencia de si finalmente Bildu puede presentarse o no a las elecciones del 22-M.

Hay catástrofes que golpean de improviso, provocan un impacto inmediato y suscitan, por ello, la reacción urgente de quienes las padecen. Y hay otras que corroen a las naciones poco a poco; suplicios gota a gota que enervan a quienes los sufren y que no producen imágenes espectaculares porque están incorporados a la cotidianeidad. Nuestro Fukushima no es el terrorismo, es el desempleo; y dentro de él, un paro que exilia de los centros de trabajo a casi la mitad de nuestros jóvenes. Japón se levantará de sus desgracias presentes antes de que las nuevas generaciones de españoles consigan las condiciones de vida de sus padres. Porque aquí no se ha decretado aún ninguna alarma contra la peor de las catástrofes de nuestro último medio siglo de historia y porque no parece que ello vaya a suceder antes de las elecciones del año próximo. En el mejor de los casos.

Los libros de historia describirán estos años de inacción y vacuidad como los del comienzo de una prolongada y exasperante decadencia nacional. Es de esperar que señalen también a sus responsables. El viernes, día fatídico de los «casi» cinco millones de parados, muchos miles de españoles sólo encontraron pasajero consuelo en un espectáculo nupcial lejano y no en la cercanía de sus representantes políticos.