ES tradición en la Semana Santa que algunas cofradías ejerzan el antiguo privilegio real de liberar a un preso; el más popular de estos indultos, 17 en toda España, es el de la Hermandad de Jesús el Rico en Málaga. Pero ni en la más extensiva de las interpretaciones de la indulgencia cabe de forma alguna la excarcelación prematura y posterior fuga de un asesino serial como el etarra Troitiño, un despropósito de sainete que ha puesto en solfa a la Administración de Justicia, ha comprometido el celo del Ministerio del Interior y ha hecho tambalearse el cada vez más precario Pacto Antiterrorista. El Estado democrático ha soltado a Barrabás.
Se trata de un dislate que no hay modo de mirar sin atisbo de sospecha; como mínimo es una inexplicable ligereza judicial adornada de displicencia en el manejo de los tiempos y de absoluta despreocupación por la alarma social implícita en una decisión de esa naturaleza. Eso en la interpretación más benevolente; existen elementos de sobra en el caso para pensar con suspicacia respecto a una actuación negligente del Gobierno. La berrea preelectoral ha llenado de ruido sectario la polémica, pero incluso despojándola de connotaciones de confrontación política es imposible no encontrar motivos de desconfianza. El principal es el que refleja el resultado mismo de la verbenera secuencia de desatinos: los tribunales desacreditados, la pena interrumpida, el consenso roto y las víctimas burladas. Demasiados daños para una autolesión inexplicable.
La interpretación garantista de la ley se ha efectuado con un desprecio absoluto de sus consecuencias. El aparato judicial, responsable inmediato de la liberación, ha quedado en entredicho como sujeto de un fracaso sin paliativos, y el Gobierno está sometido a una duda lacerante sobre sus intenciones. Duda que carecería de justificación en un contexto menos controvertido, menos envenenado por los recelos, pero hace tiempo que el zapaterismo perdió la credibilidad de mucha gente respecto a la sinceridad de su política antiterrorista. Los precedentes del caso Faisán, de la excarcelación de De Juana o de las negociaciones secretas más allá de la ruptura de la tregua constituyen evidencias insoslayables del uso de un doble lenguaje que permite cualquier conjetura maliciosa. Y si esa mala voluntad no ha existido en esta ocasión, el ministro del Interior no podrá eludir la sombra de un manifiesto ejercicio de incompetencia; ha permitido que el etarra se escape al negarse a vigilarlo con un insólito escrúpulo legalista. Con la falsa neutralidad de un Poncio Pilatos.
Se mire como se mire, el asunto deja un cúmulo de sabores amargos. Ineptitud o malevolencia, negligencia o turbiedad. Errores inadmisibles o propósitos torcidos. Ojalá al menos no tengamos que saber, a la vuelta del tiempo como ha ocurrido otras veces, que la explicación real era la que menos nos gustaba.