En Burriana, provincia de Castellón, el ayuntamiento ha convocado dos plazas de peón operario del cementerio municipal. Hace apenas unos meses, este concurso habría tenido que declarase desierto por falta de interés, pero los tiempos no están para remilgos y a la convocatoria se han presentado 86 aspirantes, que luego se han quedado en 70, dispuestos a demostrar en un examen que suena a auténtica pesadilla su improvisada destreza en la apertura y cierre de nichos, y en el manejo de féretros y osamentas. Las pruebas son selectivas y sólo habrá dos afortunados.
La de sepulturero es una ocupación tan digna como otra cualquiera, quizás de las más necesarias y a todas luces meritoria. Enterrar a los muertos es una costumbre humana tan higiénica como piadosa, y alguien tiene que hacerlo, porque nos va en ello la salud y la dignidad. Me pasa con los enterradores, como con otros profesionales de las sombras, que si algo me merecen es respeto. Conocí a uno, al que apodaban «el Tumbitas», y alguna caña me he tomado con él sin asomo de escalofrío. Jamás le vi un rasguño en la mirada. Quizás porque los muertos, cuando ya están muy muertos, ya no lloran por nadie ni por nada.
Yo creo que nos estamos convirtiendo en un país de enterradores. Aquí el que no echa un cierre, te sella un agujero. El que no tapa un fraude, finiquita una empresa. Si hoy es Miércoles Santo, esto es España. La gente, sin camino ni horizonte, ya pone sus dos pies en cualquier paso. A muchos ya les vale cualquier cosa, porque encontrar trabajo es una guerra. Lo que ocurre en Burriana ni siquiera me extraña. Las vocaciones tienen su momento. A todo, a la virtud, a la templanza, al esfuerzo, al tesón, a la cordura, al futuro, al honor, a la esperanza, le hemos echado encima tanta tierra…