CALLARSE no se va a callar. No va con su estilo ni con su carácter y no se siente vinculado a consignas, en el supuesto —inexistente— de que hubiese en su partido alguien dispuesto a dárselas. José María Aznar se considera a sí mismo por encima del bien y sobre todo del mal, desligado de obediencias y compromisos tácticos, y no escucha otra voz que la propia. Seguirá, pues, diciendo lo que le venga en gana, suelto de cuerpo y de mente, encantado de provocar incendios en los matorrales de la política. La cuestión objetiva es si su discurso ayuda o perjudica al PP en la medida en que los socialistas lo utilizan para agitar los fantasmas del miedo a la derecha. Y la respuesta ya no es tan unívoca como antes, en los primeros años del zapaterismo, cuando cada palabra suya era un fardo que desequilibraba la precaria estabilidad de un Rajoy deslegitimado.
Ahora es distinto. Su figura está amortizada como referente y la gente lo ve y lo oye como lo que es, un exgobernante que no renuncia a su cuota de protagonismo y la aprovecha para evacuar despechos y ajustar cuentas. Incluso la izquierda sabe que su pensamiento ya no refleja la línea de un Partido Popular en el que Rajoy ha depurado a los supervivientes del aznarismo. Los intentos de Zapatero, Blanco o Rubalcaba por recuperarlo como interlocutor ficticio en los mítines apenas funcionan, y quedan presos de una contradicción de partida: si el PSOE pretende desligarse del peso muerto de un presidente que, aun habiendo anunciado su retirada, sigue en el poder, mal puede descargar responsabilidades en alguien que lleva siete años fuera del Gobierno. Los socialistas tienen un problema, y es que Zapatero les representa mucho más a ellos que Aznar al PP. Y les hace mucho más daño porque su herencia de quiebra social y fracaso económico está delante de los ojos de los españoles.
Los dirigentes populares consideran las irrupciones retóricas de Aznar como un incómodo ruido inoportuno. Confían en que no se salga demasiado del tiesto con alguna proclama radical que excite el instinto dormido de la izquierda. No les ha gustado la extraña —y mal formulada— reivindicación de Gadafi, ni la imprudente declaración de que España no va a poder pagar su deuda. A cambio, el ex presidente agita al electorado más exaltado del PP, a esos votantes que piden «más caña» contra el zapaterismo, y releva a Rajoy y a su equipo de esa tarea de mantenimiento emocional. Saben, o esperan, que el bronco discurso aznarista sólo llega a los muy cafeterosde uno y otro bando, los adictos a la cargada cafeína ideológica, sin calar en la mayoría preocupada por la crisis y el desempleo. Pero les preocupa que no alcance a modular la crítica porque carecen de autoridad para embridarlo. Y el personaje está en un momento vital que no permite cábalas sobre su sentido de la prudencia.