LA justicia en España no es un cachondeo. Pero sí lo es el tratamiento judicial, político y mediático de la corrupción. Lo que hace más recomendable que nunca la prudencia de la presunción de inocencia hasta que las sentencias sean pronunciadas. O que los imputados puedan ir en las listas electorales mientras no hayan sido condenados, si es que eso llega a ocurrir.
Y me refiero a cachondeo por lo ocurrido, por ejemplo, con las listas de Camps en Valencia. El sonoro escándalo montado alrededor de tales listas por su inclusión de imputados contrasta con la extremada tranquilidad ante la permanencia en sus cargos de personas de la relevancia de un vicepresidente del Gobierno, Manuel Chaves, o del presidente del Congreso, José Bono. El primero ha recibido incluso una ovación de los diputados socialistas puestos en pie mientras una ministra, Carme Chacón, ha afirmado en un mitin en Andalucía que «la corrupción está en el ADN del PP». El segundo ha llegado a admitir que un constructor pagó la decoración de la habitación de una de sus casas «por amistad», a un precio, cabe suponer, bastante más caro que los trajes de Camps, a no ser que el amigo de Bono haya comprado los muebles en Ikea y los haya transportado y montado él mismo.
Pero no están imputados, he ahí la diferencia. Y he ahí donde entra la Fiscalía Anticorrupción que tiene un criterio especialmente caprichoso a la hora de decidir lo que es o lo que no es sospechoso. Pues su extremado celo en Valencia o en Baleares contrasta con su absoluta falta de interés por los regalos y enriquecimiento de Bono o por las suculentas actividades de los hijos de Chaves. Un contraste en el que la Fiscalía ha perdido toda credibilidad para perseguir la corrupción, lo que sumado a las contradicciones políticas y mediáticas en el tratamiento de los diferentes casos nos sitúa en un panorama con graves evidencias de corrupción pero sin un Estado y una sociedad civil con capacidad y legitimidad suficientes para perseguir dicha corrupción.
Lo anterior explica que la corrupción tenga un escaso coste electoral en España. Los ciudadanos creen tan poco a los perseguidores de la corrupción como a los propios imputados o sospechosos. No se sabe en qué punto de la denuncia de corrupción empieza la manipulación política y mediática. Y lo que comienza siendo censurado como corrupción acaba percibido como una operación política del partido de la oposición. La corrupción se convierte así en un arma de batalla política que iguala a los partidos y neutraliza el castigo electoral. Y eso no cambiará hasta que existan instituciones realmente independientes en su persecución.